Un hombre de fe
por Santiago Martín
Si todo texto tiene que leerse en su contexto, todo santo debe ser situado en el ambiente vital en el que desarrolló su actividad. Ese ambiente, para Juan Pablo II, fue no sólo la Polonia azotada por la guerra y la tiranía marxista, sino también el de una Iglesia sacudida hasta sus cimientos por un secularismo como no se había vivido antes ni en la sociedad ni en la institución fundada por Cristo, y que invitaba a actuar como si Dios no existiera.
La gran lección de Juan Pablo II, lo que todos percibimos enseguida –unos para aplaudirlo y otros para atacarle con toda fiereza- fue su fe. Era un creyente. Creía de verdad en la existencia de Dios. En el Dios de Jesucristo. Es decir, en el Dios que es el Señor de la historia, que es el Padre Providente, que es la Infinita misericordia. Su fe le proporcionaba lo que sólo ella puede dar: fortaleza para luchar y paz para aceptar el ritmo a veces lentísimo e incomprensible de la historia, del devenir de los acontecimientos. La sensación que experimentabas cuando estabas a su lado era exactamente esa: estabas junto a un creyente. Este hombre se creía de verdad que Dios existía, que el bien es más fuerte que el mal, que Cristo está en la Eucaristía realmente, que la Virgen está en el cielo e intercede por nosotros con eficacia, que la Iglesia es la luz del mundo y tiene la plenitud de la verdad. Fue un hombre de certezas porque fue un hombre de fe. No tuvo miedo porque tuvo fe. Ese fue su secreto y ese fue el regalo que la Providencia hizo a una humanidad que, al endiosarse, estaba sola y a oscuras.
Por supuesto que también hubo otras cosas. Tantas que unos se fijarán, para destacarlas, aquellas más de tipo político –como su colaboración en la caída del muro de Berlín y el fin del comunismo en Europa-, o de tipo evangelizador –como sus viajes o su maravillosa relación con los jóvenes-. Pero para mí –y he visto que también para Benedicto XVI- lo esencial fue su fe. No tuvo miedo y nos enseñó a no tener miedo porque nos enseñó a confiar en la Divina Providencia y eso sólo fue posible porque creía en su existencia. Creía en Dios, en el poder de Dios, en el amor misericordioso de Dios. De ahí su fuerza, su entusiasmo contagioso, el cambio que logró dar a la Iglesia y al mundo.
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