Jueves, 26 de diciembre de 2024

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De la esclavitud en el pensamiento de Jesús

por Luis Antequera

 
            La palabra “esclavo” o “esclavitud”, no aparece en ninguno de los Evangelios para referirse a una situación personal. Sí apela a ella Jesús para afirmar que el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo” (Mt. 20, 27), o que “todo el que comete pecado es un esclavo” (Jn. 8, 34). María se llama a sí misma “la esclava del Señor” (Lc. 1, 38), mientras los contemporáneos de Jesús presumen de que “nunca hemos sido esclavos de nadie” (Jn. 8, 33), algo sobre lo que o erraban o mentían descaradamente, como demuestra, sólo a modo de ejemplo, este pasaje con el que prácticamente comienza el Exodo:
 
            “Los egipcios esclavizaron brutalmente a los israelitas” (Ex. 1, 13)
 
            La esclavitud, tal como la hemos definido al hablar de ella en el capítulo que dedicamos al Antiguo Testamento, -es decir, la que recae sobre personas de nación distinta de la judía, pues como se recordará, un judío no podía ser esclavo de otro-, debió de ser sumamente rara entre los judíos que conoció Jesús. Por el contrario, si debieron conocer esos mismos judíos esclavos pertenecientes a los ocupantes romanos, y hasta es posible que alguno de ellos fuera, él mismo, esclavo de esos romanos.
 
            Cosa distinta cabe decir de lo que en el capítulo que dedicamos a la esclavitud en el Antiguo Testamento llamamos “servidumbre”, a la que sí se refieren los Evangelios en no pocas ocasiones. A un siervo del sumo sacerdote le lleva la oreja San Pedro (Mt. 26, 51). Y Jesús se refiere a ellos múltiples veces en sus parábolas, unas parábolas que más allá de conformar todo un tipo literario del que se vale para trasmitir sus enseñanzas, constituyen para el historiador un retrato maravilloso de la sociedad que conoció Jesús. Así, hay menciones a los siervos en la parábola de la cizaña (Mt. 13, 24-30), en la de los viñadores homicidas (Mt. 21, 33-42), en la del banquete nupcial (Mt. 22, 114), en la del mayordomo (Mt. 25, 45-51), en la del hijo pródigo (Lc. 15, 11-32), o en la de las minas (Lc. 19, 11-27), entre otras.
 
            Llama la atención la no alusión de Jesús a los siervos en el Sermón de la Montaña en el que proclama las Bienaventuranzas. Jesús se acuerda de “los que lloran”, de “los pobres de espíritu”, de “los que tienen hambre y sed de justicia”, o de “los perseguidos por causa de la justicia”, es decir de todos los parias de la sociedad, pero no de los siervos, y menos aún de los esclavos.
 
            ¿Quiere esto decir que Jesús no tiene opinión sobre la institución? Lo cierto es que aunque en su discurso no haya propiamente una condena explícita de la servidumbre o de la esclavitud, una parábola, llamada precisamente Del siervo sin entrañas, es bien definitoria de la opinión que a Jesús debió merecerle la institución:
 
            “El Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: `Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré.´ Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó ir y le perdonó la deuda. Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: `Paga lo que debes.´ Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: `Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré.´ Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: `Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?´ Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía” (Mt. 18, 23-35).
 
            No menos revelador de la posición de Jesús frente a la esclavitud es el episodio del esclavo (en el texto, “siervo” o criado”) del centurión al que cura, cuando éste se lo pide con todo fervor:
 
            Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos.» Dícele Jesús: «Yo iré a curarle.» Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: `Vete´, y va; y a otro: `Ven´, y viene; y a mi siervo: `Haz esto´, y lo hace.» Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.» Y dijo Jesús al centurión: «Anda; que te suceda como has creído.» Y en aquella hora sanó el criado” (Mt. 8, 513).
 
            Un relato del que no es difícil obtener dos conclusiones. Por un lado, lo integrado que en la familia podía llegar a estar un esclavo, hasta el punto de que nada menos que todo un centurión del poderoso ejército opresor romano se inclina ante lo que a sus ojos no debe ser más que un profetilla ambulante del despreciable populacho oprimido, en la esperanza desesperada de que éste pueda proveer una solución a un problema tan grave para él. Y por otro, que Jesús, efectivamente, no tuvo ningún inconveniente en beneficiar de sus poderes no sólo a un esclavo, sino a un esclavo que, además, era extranjero amén de propiedad de un componente del odiado ejército opresor. Algo que, no les quepa a Vds. duda alguna, debió de maravillar, y mucho, a sus compatriotas, una de esas cosas que hacían de Jesús un ser sin parangón.
 
 
 
 
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