Del palacio del s. VII a.C. hallado en Jerusalén
por Luis Antequera
Entre los formidables descubrimientos que a diario se realizan en el que es el más importante yacimiento arqueológico del mundo, Israel, quiero hablarles hoy de este palacio del s. VII a.C. en el que trabajan, desde hace cinco años, arqueólogos alemanes e israelíes, en la zona que se conoce actualmente con el nombre de Ramat Rahel, a mitad de camino entre Belén y Jerusalén.
Un palacio en cuyos sillares, bien pudo detenerse alguna vez, por qué no, aquel personaje crucial de la historia de la Humanidad que fue Jesús de Nazaret. Quien sabe si justamente, por ejemplo, durante aquel periplo que realizara su padre con un niño de poco más de un mes en sus brazos, tan bien narrado por Lucas (Lc. 2, 22-38), para acudir desde Belén a Jerusalén con la doble intención de, por un lado, presentar al niño en el Templo, y por otro, cumplir, en el mismo lugar, con la obligación que marca el Levítico de proceder a la purificación de la madre, María, mediante la ofrenda de dos tórtolas, justo cuarenta días después de haber dado a luz (Lv. 12, 1-8). O también, por qué no, cuando, según nos relata Marcos, prefería Jesús pernoctar a las afueras de Jerusalén (ver Mc. 11, 19), en los días inmediatamente anteriores a la culminación de su ministerio con su muerte de cruz y su resurrección.
Y eso que para cuando todo esto ocurría, el palacio, según indican los arqueólogos que trabajan en él, no sería otra cosa ya que un montón de ruinas, pues para la época de los asmoneos, penúltima de las dinastías que gobernó Israel -la que lo hizo entre los años 164 a.C. y 63 a.C., justo antes de hacerlo la herodiana que conoció Jesús-, estaría ya en desuso y abandonado.
“Se trata de un palacio del periodo de los reyes de Judea. Es único. No hay ninguno de este tamaño y belleza en todo Israel, ni siquiera en Jerusalén hemos encontrado restos de palacios de aquella época”, explica Yuval Gadot, director de campo de la excavación.
Los reyes de Judea de los que habla el arqueólogo son los descendientes de los míticos David y Salomón, la primera y la más grande de las dinastías judías, aquélla a la que, por cierto, pertenecía Jesús, una pertenencia sin la cual, habría sido inútil toda invocación mesiánica, razón sin duda de la insistencia de los evangelistas en remarcarla. La misma que reinará hasta que en 586 a.C., se produzca la invasión por el caldeo Nabucodonosor II de la santa ciudad de Jerusalén y su comarca, el pequeño reino de Judea al que había quedado reducido aquel gran reino de Israel sobre el que reinaran un día David y Salomón.
Llaman la atención en el palacio sus jardines, quien sabe hasta qué punto inspirados o inspiradores de los famosos de Babilonia, construídos precisamente por Nabucodonosor II y convertidos por Herodoto en una de las siete maravillas del mundo. Nos los cuenta Gadot:
“Se construyeron rodeando el palacio con el objeto de llamar la atención desde cualquier punto en el paisaje de Jerusalén. Se usaron sofisticadas y poderosas instalaciones de agua, túneles esculpidos en piedra y recubiertos por dentro y por fuera, estanques escondidos, todo ello para crear un paisaje artificial, un paraíso en las montañas desiertas de Jerusalén”.
Según el arqueólogo, los jardines fueron diseñados “por un experto ingeniero no sólo para recoger la escasa agua de la lluvia y llevarla de un lugar a otro, sino con un gran sentido estético”.
Junto al palacio, o mejor dicho, sobre el palacio, se trabaja también en la recuperación de una iglesia bizantina y de unos baños rituales judíos, todo lo cual, sin duda, ha de constituir aliciente nuevo para los futuros palmeros de Tierra Santa, entre los que espero encontrarme algún día antes de morirme.
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