Domingo, 24 de noviembre de 2024

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Palabra de Dios, en serio

por Santiago Martín

La exhortación apostólica postsinodal “Verbum Domini” era un documento largamente esperado. El Papa ha tardado casi dos años en publicarla y el resultado no ha decepcionado.

El puesto de la Palabra de Dios en la Iglesia y el uso que se debe hacer de ella es un asunto tan importante que buena parte de los males que nos aquejan proceden de no haber hecho las cosas como se debían hacer. Si se lee la introducción al libro sobre Jesucristo del propio Papa se entiende perfectamente cuál es el problema; la exégesis bíblica se ha perdido en los últimos decenios en un laberinto de interpretaciones y suposiciones que han sembrado la duda prácticamente sobre todo; así se ha llegado a distinguir, de forma casi natural entre muchos teólogos, entre el “Jesús histórico” y el “Cristo de la fe”, como si lo que aparece en el Evangelio fuera ya una interpretación alejada de la realidad y, por lo tanto, no merecedora de ser tenida en cuenta. En esta misma línea de pensamiento, se ha llegado a afirmar –y a asumir como verdadero por muchos-, que la Palabra de Dios no es tan de Dios como se dice, sino fruto de unos hombres concretos, sujetos a sus condicionantes históricos, culturales e incluso personales –por ejemplo, la supuesta misoginia de San Pablo-. Más aún, se ha presentado al Evangelio como un instrumento de represión procedente por una incipiente Curia Romana sedienta de poder y dispuesta a someter a sus caprichos al resto de las Iglesias nacientes. Por si fuera poco, esta Biblia diseccionada como si fuera una rana en un laboratorio, está, como la rana después de meterla el bisturí, muerta y bien muerta. Es decir, no es capaz de producir vida; no lo es porque nadie se la toma en serio -¿cómo se va a tomar en serio una cosa que ha sido devaluada y que no se sabe si es algo bueno o un instrumento al servicio de un poder dictatorial?-, y no es capaz de producir vida porque ni siquiera se contempla eso como el objetivo para el cual fue escrita.

Así las cosas, ¿qué laico recuerda durante la semana cuál fue el mensaje evangélico del domingo para intentar orientar su vida con respecto a él? Dudo, incluso, que la mayoría de los que van a misa recuerden, al salir del templo, de qué hablaba el evangelio. Y no se puede decir que nuestros hermanos no católicos estén mejor; sin duda que leen más la Biblia, que incluso memorizan algunos de sus párrafos, que muchos de ellos la interpretan a la letra –en lo que se ha dado en llamar “lectura fundamentalista”, pero que curiosamente fue la que hizo alguien tan sencillo y tan bueno como San Francisco-, pero de ahí a llevarla a la práctica hay un largo recorrido, tan largo o aún más como el que debemos hacer nosotros, los católicos.

¿Serán capaces los exegetas de dejar de abrirle las entrañas a la rana con su bisturí? ¿Abandonarán su “apasionante” laberinto de suposiciones para arrodillarse ante la presencia real –no sacramental pero sí real- de Dios en su Palabra y estudiarla con la reverencia y el respeto debido? ¿Y el resto, nos acercaremos a esa Palabra como el que acude a la fuente de agua viva para saciar nuestra sed y que nos acompañe, ilumine y conforte en el duro caminar de cada día? Dios quiera que la “Verbum Domini” nos ayude a poner en el centro de la vida a la Palabra de Dios. Para verla y aceptarla como lo que es: la Palabra del Señor. Y para adaptar nuestra vida a sus enseñanzas, dejarnos iluminar por ella a fin de ser lo que Dios quiere que seamos, lo único que quiere que seamos: santos y, por lo tanto, felices.

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