Un mensaje para el futuro
por Santiago Martín
La visita de Benedicto XVI a España –como peregrino en Santiago y para consagrar la Sagrada Familia en Barcelona-, ha tenido, inevitablemente, un trasfondo político que la ha condicionado, lo cual no es necesariamente negativo. Ese trasfondo es el laicismo agresivo, del cual ya habló el Pontífice en su todavía reciente viaje apostólico a Inglaterra. Un laicismo radical que se convierte en no pocas ocasiones en “dictadura del relativismo”, utilizando un concepto acuñado por Benedicto XVI ya desde su época de prefecto de Doctrina de la Fe.
En el avión que le llevaba a España, el Papa lamentó que en España se estuviera viviendo una vuelta a los enfrentamientos de los años treinta (en clara alusión a la Segunda República), con un choque entre la fe y la modernidad que está siendo avivado por un renaciente anticlericalismo. Frente a esa dinámica de enfrentamiento, el Papa llamó a que el choque entre fe y modernidad se transforme en un entendimiento entre ambas. Ante estas palabras, algunos protestaron inmediatamente diciendo que la situación actual de España no tiene nada que ver con lo ocurrido en la Segunda República, pues ahora no sólo no se queman conventos ni se mata a los sacerdotes, sino que el Gobierno recauda dinero para la Iglesia a través de los impuestos. Es verdad, pero también es verdad que el presidente del Gobierno decidió ausentarse de España el mismo día en que llegaba el Papa –que es el jefe de un Estado con el cual España tiene relaciones diplomáticas- y eso es tan insólito como provocador e insultante. Además, coincidiendo también con la visita del Pontífice, se cerraba definitivamente al público el Valle de los Caídos, dejando aislada a la comunidad benedictina que vive en ese monasterio. No se está, efectivamente, en una situación como la de la segunda República –tampoco el Papa ha dicho eso-, pero sí se va caminando hacia ello, con pasos provocativos, que pueden parecer pequeños pero que son muy significativos.
Sin embargo, todos estos gestos laicistas –y otros, como los protagonizados por los gays que se han besado en la calle cuando pasaba el Papa-, no pueden ocultar el mensaje del Pontífice en esta histórica visita. Un mensaje a España, ciertamente, pero también a Europa y al mundo.
El Papa, en Santiago, ha vuelto a renovar la llamada que hiciera su predecesor, Juan Pablo II, para que Europa no olvidara sus raíces cristianas si quiere seguir teniendo futuro y no ser engullida por el avance demográfico imparable del Islam y por el avance económico, también imparable, de China. Ha vuelto a recordar que la razón y la fe no están reñidas y que el diálogo entre ambas es bueno para las dos, a la vez que posibilita la armonía entre dos conceptos esenciales para la vida del hombre: la búsqueda de la verdad y la práctica de la libertad. Por último, en Santiago también se refirió al necesario testimonio público que deben dar los católicos, evocando aquella apelación de Juan Pablo II cuando consagró la catedral de la Almudena en Madrid con la que pidió a los fieles que no se dejaran encerrar en las sacristías.
En cuanto a la visita a Barcelona, el mensaje ha girado en torno a la familia, como no podía ser de otro modo, puesto que era la iglesia de la Sagrada Familia la que iba a consagrar. Es curioso cómo todos los medios, incluidos los más próximos a la Iglesia, dicen que el Papa defendió en su homilía el “matrimonio tradicional”; no son conscientes de que al hablar así aceptan la terminología de los que propugnan la ideología de género y les hacen el juego. El Papa defendió el único matrimonio posible y existente, el formado por un hombre y una mujer, lo mismo que defendió el respeto a la vida humana desde la concepción a la muerte natural, sin que ninguna de las dos cosas merezca ser etiquetada con la palabra “tradicional”, que habla de pasado y, por lo tanto, es instintivamente rechazada por muchos, sobre todo por los jóvenes. La familia y la vida no tienen ni edad ni son pasajeras como las modas. No tienen color político, por más que los laicistas se quieran dedicar a acabar con ellas en una demostración manifiesta de lo suicida de sus planteamientos. Sin ellas no hay futuro para la humanidad y por eso la Iglesia las defiende, no porque su deterioro le afecte sólo a ella –como si fuera una cuestión ligada a la libertad religiosa o a la moral católica- sino porque afecta a todos.
El Papa ha pasado por España y ha dicho lo que tenía que decir. Con la humildad y mansedumbre que le caracterizan. Sin violencia. Sin estridencias. Pero con claridad. Es un mensaje para España y para toda Europa. Es un mensaje para el futuro. No ha querido denunciar persecuciones que no existen, pero sí ha advertido que hay un laicismo radical que actúa recortando las libertades de los creyentes, atacando a la familia y destruyendo la vida; esas persecuciones son reales, como es real que hayan cerrado el Valle de los Caídos coincidiendo con su visita o que Zapatero se fuera de España cuando él llegaba en un gesto pueril de mala educación que le deshonra a él y ofende a todos los españoles. Pero todo esto pasa. Lo que queda es el mensaje del Pontífice: Sed testigos, en la calle y no sólo en el interior de los templos, de que el futuro del mundo pasa por Cristo y que sólo en Él el hombre encuentra la plenitud que busca, la unión entre libertad y verdad.