Mi cumpleaños en el camino de Santiago; 18 años de convertido
Estoy recién llegado del puente del Pilar y tengo tantas cosas que contar, que voy a empezar por una confesión personal.
Este puente lo he pasado en compañía del recién nombrado Sr. párroco de Becerril de los Campos, Palencia y con Alex Navajas, en el Monasterio de la Conversión de las hermanas Agustinas. Este convento es una nueva fundación agustiniana, encarnada en unas hermanas de quienes pienso hablar largo y tendido en el próximo post, pues son excepcionales.
El caso es que las hermanas practican la hospitalidad cristiana en el albergue que regentan en Carrión de los Condes, y el pasado lunes me animé a caminar desde Frómista a Carrión por los dorados y eternamente planos parajes de los campos de Castilla.
Era mi treinta y cinco cumpleaños, y le di mil gracias por la maravillosa manera de celebrarlo que era ponerme a caminar, mientras mis amigos se dedicaban a visitar las espectaculares iglesias de la zona en el “coche escoba” y a avituallarse entre posta y posta.
Mi conversión se la debo a una peregrinación al castillo de Javier, cuando estaba en 3º de B.U.P. a punto de cumplir los diecisiete años. Desde entonces ha llovido mucho, y el lunes, entre pipa y pipa de girasol recogida por los campos que iba desgranando, pude agradecer a Dios llevar la friolera de dieciocho años y medio caminando en la fe.
Pensaba yo que estrenaba por fin la mayoría de edad en las cosas del Señor, y que aunque pareciera mucho tiempo en realidad fue ayer, y la cosa no ha hecho más que empezar. Parece increíble encontrase prácticamente en el mismo lugar en el que uno comenzó - mi primera peregrinación a Santiago fue en el 93- siendo a la vez tan distinto y a la vez tan igual.
El fuego de esa primera conversión sigue ahí, quemando, y aunque el polvo del camino se haya pegado en ocasiones más de lo que uno quisiera, ya sea por la pobreza del pecado o por tomar las de Emaús, el Señor siempre ha salido presto en el camino y me ha devuelto a ese amor primero que un día intuí en el camino a Javier.
Me siento un privilegiado por seguir caminando, por poder renovar los sueños de adolescencia, por ser hijo de la Iglesia donde he encontrado a Cristo, y por poder servir a Dios con mi vida, con mis defectos y mis virtudes.
Cuando me convertí decían que ya se me pasaría, que mi temperamento era así, apasionado, pero volátil…el caso es que dieciocho años después, sigo caminando, por la gracia de Dios. Quizás yo no ando igual que antes; por un lado tengo más experiencia, por otro las lesiones y los años se notan…pero el camino es el mismo, porque el camino es Jesucristo.
Al caminar con lo puesto, sublimado por la belleza de los paisajes de Castilla y sumergido en Dios, que está en todas partes, parece que desapegarse de la vida es más fácil, lejos de obligaciones y servidumbres, en pleno contacto con El. Así se puede vivir arriesgadamente, sin saber qué será mañana, pero confiando en la flecha que te marca el camino hasta la siguiente indicación.
En el fondo ser cristiano es sencillo, Dios siempre está ahí, dispuesto a volver a empezar, y nos ve como un todo, mientras que nosotros nos preocupamos y azoramos con las luchas y penas del momento…
El caso es que el día terminó maravillosamente. En Carrión pude hacer de hospedero y disfrutar de la intensidad del encuentro con un numerosísimo grupo de peregrinos, la mayoría extranjeros. Me contaba una chica danesa con los ojos húmedos que comenzaba tres semanas de camino ese día, cómo la bendición de la hermana agustina había sido lo más hermoso que había recibido en el camino.
Un matrimonio holandés, treintañeros, había comenzado a caminar tras dos semanas ofreciendo acogida “flotante” en una mesita que instalaban a lo largo del camino, para “devolver al Camino lo que les había dado”. Habían dejado el trabajo por seis meses para hacerlo.
Con cosas así, uno sale con el corazón ensanchado y renueva sus sueños de llevar a Dios a todo el mundo.
Realmente, aunque haya cumplido la mayoría de edad en la fe, me sentí como un niño que apenas acaba de empezar, como el viejo Simeón, y sólo puedo decir: nunc coepi!