Tiene mérito ser cura hoy en día
Llevo una semana de lo más interesante, en ella he llegado a la conclusión de que el verano en España se acaba en octubre, pues es cuando la gente comienza a poner en marcha su vida tras el parón estival, por lo que no es de extrañar que se me amontone el trabajo.
Por más que les explique a la gente de Alpha en Londres que España es así, que la universidad pública arranca casi tras el puente del Pilar, que las parroquias no empiezan nada hasta octubre y que la gente en general todavía está mandando emails de vuelta del verano, es difícil que lo entiendan cuando en medio mundo los colegios retoman a finales de agosto y la gente sólo se toma quince días de vacaciones.
El caso es que, tras haber llegado a mediados de septiembre a Madrid, me estoy dedicando a eso, a arrancar el curso con los temas de Alpha, y desde este domingo no hago más que visitar sacerdotes o hablar con ellos.
El domingo pasado visité a dos: un diocesano liberado que está de capellán de un colegio y un párroco que va a empezar el noveno curso Alpha en su parroquia.
El lunes quedé con un coadjutor para preparar un nuevo Alpha en la zona noroeste y ahora vengo de otra reunión en Chamartín con otro párroco; dos sacerdotes a cual más ocupado con las tareas del nuevo curso.
Entre medias he hablado por teléfono para quedar con un buen amigo que hace malabares con sus tareas diocesanas y romanas, me reuní por Skype con un querido sacerdote catalán que anda agobiadísimo con las obras de de su parroquia; además he podido hablar un buen rato con un delegado de pastoral de otra diócesis catalana de planes de evangelizar.
Por si fuera poco también me he dedicado a chatear con un recién nombrado párroco de tierras palentinas que me lee, a quien Dios mediante podré visitar este fin de semana.
Vamos, que debo llevar una media de dos curas por día, y eso que estamos sólo a miércoles.
El caso es que viendo a estos sacerdotes empeñados en esto de dar la vida por el Señor en servicio a los hombres, no puedo dejar de pensar en que muchos de los curas que conocemos y tratamos tienen madera de superhéroes.
En los tiempos que corren, cada vez me parece más heroico eso de ser cura, porque con la que está cayendo religiosamente por esta bendita tierra de España, cualquiera cogía la puerta y tomaba las de Villadiego.
Lo que me admira es cómo todos estos curas, que en algunos casos son de lo más variopinto, tienen en común una fidelidad en su ministerio y una responsabilidad por su rebaño, a las que nunca faltan.
Son esos curas que dicen igual la Misa a mil personas un domingo, que a las quince viejecitas que vienen en tropel a la Eucaristía diaria tras desgranar sus rosarios en la iglesia, que cierran los últimos la parroquia y que escuchan con infinita paciencia a cuantos requieren de su tiempo.
Algunos son jóvenes e impulsivos, otros de mediana edad ya madurada, y algunos empiezan a superar la cincuentena por más que todavía den el pego de jovenzuelos…y el caso es que siguen ahí, contra viento y marea.
Por supuesto se les podría criticar esto, o lo otro, pues como todo el resto de la humanidad no son perfectos. A fuerza de trabajar con ellos, es inevitable que a veces surja el roce, la disparidad de criterio y el cansancio de las manías de cada cual…pero al final del día, si les miras de cerca, como amigos que son, te das cuenta de que son gente excepcional, que muchas veces cargan el peso de tantas personas que se olvidan de que ellos también necesitan “descargar” porque son humanos.
Pero claro que lo mejor de ellos es ese “algo” que les da el sacramento del orden, el ser persona christi, el vibrar con su vocación consagrada al Señor que con tanta radicalidad han seguido…pero qué importante también es saber ver en ellos su humanidad. Pasa como con Cristo, si por ver lo divino olvidamos su humanidad nos perdemos la mitad de la película, y si sólo vemos lo humano, no nos enteramos ni del Nodo.
Por eso siempre me ha encantado una carta firmada por alguien llamado Claudio de Castro que apareció hace unos años en Alfa y Omega, la cual reproduzco íntegramente aquí:
“Por internet conocí a un sacerdote que estaba muy enfermo. Me encontré con él en una de esas noches de desvelo en que buscábamos a Dios. Me contó la gravedad de su enfermedad. Durante un mes nos encontramos noche tras noche. A veces faltaba a la cita dos o tres días, y se disculpaba explicándome que había pasado la noche en un hospital. Una noche dejó de aparecer. Nunca regresó.
Tenía tan claro lo que Dios le pedía en esos momentos finales de su vida, que sus palabras impactaban y enternecían el alma. Recuerdo que una vez le pregunté: ¿Qué es lo que más te ha gustado de tu sacerdocio? Vi una palabra aparecer en la pantalla de mi ordenador: Consolar.”
Y es que en los sacerdotes admiro lo humano y lo divino, su persona y su ministerio, que son una sola cosa que se trasluce en todo lo que hacen.
Por eso me encantan los curas que simplemente son quienes son, con sus alegrías y sus penas, como las de todo hijo de vecino, sabiendo que su identidad más profunda reside en Cristo y que apostar por vivir la vida en clave de don siempre merece la pena, aunque otros no los comprendan, ni les feliciten por ello.
Termino acordándome de otro gran amigo que nos dejó, Carlos Bordallo de la diócesis de Alcalá. De él recuerdo dos cosas con especial cariño. Una de ellas una Misa en la que tras una hora de alabanza (era carismática) se soltó un sermón tan largo, que tuvo que dar un descanso al terminarlo a la gente (la misa duró como tres horas y media, son cosas que sólo pasan en la Renovación).
El caso es que oramos tanto en la Misa y el sermón fue tan interesante, que les aseguro que la cosa mereció la pena. Carlos no paraba de decir al coro que cantaran más canciones, y luego predicando, no podía dejar de compartir lo que necesitaba transmitir, como un niño despreocupado de la hora.
La otra es el relato que nos hicieron de cómo murió, de un repentino ataque al corazón, con apenas cincuenta años y esa eterna cara de niño sonriente que tenía,. Cuando le dio el ataque su madre, que acudió presta, pudo recoger sus últimas palabras, y fueron estas: “Mamá…di a todos que les amo”.
Con gente así, quién necesita superhéroes…
Acabo con unas palabras de una carta de Carlos:
“Si en una persona que todos conocen y saben que puede ser cualquier cosa menos santa un día se ve verdadera santidad, entonces todos comprenden qué cosa es