Hay personas que no dejan de sorprender, de modo positivo claro está, y cuando parece que ya se conocen, vuelven a soprender. Cuando se trata de hablar desde el punto de vista humano, personas así se suele decir que tienen una personalidad rica y grandes recursos, o incluso que son geniales. De esos hay muchos en este mundo. Pero cuando se trata de personas de honda fe y rica vida espiritual, y esas personas demuestran un grado de virtud, de entusiasmo y de amor mayor que el común de los fieles, lo que se puede deducir entonces es que, aparte de una personalidad más o menos rica, hay una gran docilidad al Espíritu Santo, que es el que produce esos efectos en el alma. Expresado así, puede parecer grandilocuente, pero no lo es. Lo dicho hasta ahora no excluye defectos, equivocaciones, estilos más o menos discutibles, etc, por lo que no se trata de elaborar una bula de canonización al estilo antiguo ni una biografía al estilo de las “vidas de los santos” de antaño. No, es algo más sencillo como la constatación de un hombre que no deja de sorprender a la Iglesia con sus intuiciones geniales y, lo que es más importante, con el modo como las lleva a cabo. La última noticia nos llega acerca del mural que ha realizado, en tiempo prácticamente record, para una iglesia que se encuentra en el recinto ferial de la exposición universal de Shanghai (como tantos otros murales que ha hecho por aquí y por allá, pero con fines de reconciliación entre los divididos católicos chinos), antes otra sobre un discurso en la Universidad Católica de Valencia en la que con valentía explica las razones de la crisis en la Iglesia y en la que se atreve a decir lo que a muchos no les apetecería oir (especialmente a nosotros, clérigos), en otras ocasiones encuentros con obispos de todo el mundo y con sacerdotes en los que les enseña cómo evangelizar, reuniones con jóvenes de los que surgen numerosas vocaciones a sacerdotes y monjas de clausura, envíos de familias a misionar en los lugares más recónditos del planeta, etc. Son unas de las pocas cosas que componen la vida de este hombre de Dios, cuya biografía, el día que se escriba con detalle, va a necesitar varios volúmenes por todo el bien que ha hecho a la Iglesia. Lo dice uno que no pertenece al Camino Neocatecumenal, pero que no puede dejar de constatar la realidad: Se podrá estar de acuerdo con el estilo o no, se podrán encontrar fallos, que todos los tenemos, pero el intentar minimizar el bien que Kiko Argüello ha hecho en la Iglesia, sería desatino. Hay movimientos de Iglesia que se conocen enseguida, pues tienen un estilo determinado, pero el Camino, siguiendo el estilo del fundador, no deja tampoco de sorprender. Aunque a muchos les gusta decir que el Camino Neocatecumenal no es un movimiento sino un camino, como bien dijo Juan Pablo II bromeando, para que haya camino tiene que haber movimiento. Bromas inocentes aparte, el camino fundado por Kiko Argüello y Carmen Hernández ha demostrado un fervor apostólico y una capacidad de adaptación a las necesidades de la evangelización -que no son hoy las que eran hace quince, ni veinte, ni treinta años- que es admirable, por eso llega a todos los rincones y sabe llegar a todo tipo de persona. Hablar de resultados, siendo realmente poco importante si miramos las cosas con fe, se convierte en este caso en algo ocioso, pues es de todos conocido el florecer de comunidades que hay en el mundo entero y lo mismo las vocaciones. Yo me quedé en la cifra de sesenta y tantos seminarios diocesanos que había fundado el Camino, pero ahora son ya más, y los sacerdotes son formados en el espíritu misionero, de hecho muchos de ellos acaban en países remotos. Pero, sinceramente, lo que más me ha asombrado siempre de Kilo Argüello ha sido su modestia, el no aparentar ser un personaje importante en la Iglesia. Realmente lo es -aunque sólo sea por el número tan grande de fieles que pertenecen al Camino que él fundó- pero como si no lo fuera. Cuando estudiaba en Roma tuve más de una ocasión de encontrármelo por la calle y poderle saludar, a lo que él -como siempre- respondía con sencillez, siendo yo un don nadie. Es algo que pasaba también con el entonces Cardenal Ratzinger, a quien a todos sacerdotes estudiantes nos gustaba saludar por su afabilidad y su bondad. Y, por último, aunque es importante, a pocos predicadores (ni laicos ni sacerdotes ni obispos) he oído hablar tan fuertemente como a él sobre el amor a los enemigos. En esto, que debería ser normal, también me parece admirablemente sorprendente.