Libres de toda esclavitud
Como destacó el Papa Francisco en el Ángelus del domingo siguiente al que en la Iglesia recordamos el Bautismo de Jesús, es ésta una manifestación clara de la divinidad de Dios, toda una Epifanía. Lo hacía resaltando que el evangelista San Juan, en el Evangelio del día, se fija más en ese aspecto que en la secuencia del evento, a diferencia de los otros tres.
Parece una perogrullada, pero es, en realidad, una “novedad inaudita”. Pues era un radical cambio de rumbo en la concepción que el hombre tenía de Dios, como algo intocable y justiciero. Ahí estaba el “ojo por ojo, diente por diente” de la religión mosaica. Pero Jesús, no: siendo Dios, se ha dejado trocear anímicamente y crucificar físicamente por sus hermanos -¡sí, sí: “hermanos”!- los hombres: nosotros. Y, si no era suficiente, ha cargado sobre sí el pecado del mundo, eso es, de los hombres y las mujeres que han existido, existen y existirán desde el principio hasta la consumación de los siglos. Y lo hace para librarnos de nuestras esclavitudes.
En efecto, ese cambio de punto de vista es para nosotros un hecho más o menos asimilable, pero para los contemporáneos del Señor era de una radicalidad rompedora. “¿Un Dios hecho pecado?”, pensaban entonces, y se rebelaban. ¡Era un escándalo!
Y... ¿para qué nos libró Dios del pecado? Contesta el Papa: “Para hacernos libres”. Porque somos esclavos. ¿No es, acaso, también en nuestros días, un escándalo? ¿Nosotros, a quienes nos parece que ya no somos esclavos de nada, porque lo tenemos y lo hacemos todo? Ese acontecimiento nos da la idea de la magnitud del efecto del pecado en el mundo. De hecho, es la razón por la cual la incomprensión campa a sus anchas de un extremo a otro del orbe. Y es, en consecuencia, la clave de que disponemos para advertir el origen de nuestras esclavitudes, que no es otro.
Es así, en realidad, porque en la raíz del pecado –de todo pecado- late la soberbia, el sentirse más que Dios y que los demás seres humanos, y colocarse por la fuerza en el mundo como tal. Ésta, la soberbia, tiene, a su vez, su origen en el corazón, de donde surgen “los malos propósitos, los homicidios, fornicaciones, robos, testimonios falsos, blasfemias” (Mt 15,19). Todo eso es lo que destaca Jesucristo a los fariseos que, con su actitud como siempre hipócrita, se admiran y escandalizan de que no realice el ritual judío de lavarse las manos antes de comer. Vemos ahí el segundo mal peor y más típico de nuestro tiempo, muy cerca de la soberbia, que es la hipocresía, el pretender hacer pasar por bueno lo que es malo..., que es su consecuencia evidente, porque se es hipócrita siempre por soberbia.
Bien. ¿Cómo se lo hace Dios para librarnos de la esclavitud del pecado, si nosotros estamos machaconamente insistiendo en más de lo mismo? Con el Espíritu Santo (Cfr. Jn 1,33). Es ni más ni menos que el cumplimiento de la profecía de Isaías: “Te hago luz de las naciones, para que seas mi salvación” (Is 49,3.5-6), como nos recuerda la primera lectura del día.
Así sí que San Pablo, ese día y siempre, puede despedirse de sus interlocutores con su típica alocución: “A vosotros, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (1 Cor 1,1-3). A nosotros nos toca imitarlo, tomando la bola que nos pasa el Papa. Así, además de ser testigos de palabra y de obra, estamos seguros de abrirnos la puerta del cielo, por pura misericordia de Dios Creador nuestro. Ahí poseeremos en heredad la Libertad auténtica, fuente de todo bien: Dios.
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