Un padre no debe pedir a su hijo que le mate
por Wesley J. Smith
The New York Times continúa publicando artículos a favor de la eutanasia y el suicidio asistido.
El siguiente ejemplo fue escrito para prevenir anticipadamente las críticas a la causa, al tratarse de una hija que lamenta ser incapaz de matar a su madre, enferma de cáncer, tal como la anciana le pedía.
Extraído de Lo último que pidió mamá, de Sarah Lyall:
“Sé qué es lo que se espera que haga, porque ella me lo ha dicho muchas veces. Una de las historias que se han transmitido como un evangelio en nuestra pequeña familia es cómo mi difunto padre, que era médico, ayudó a su propia madre (mi abuela Cecilia, a quien no llegué a conocer) al final de su vida. 'Le dio una dosis alta de morfina para paliar el dolor', nos contó siempre mi madre a mi hermano y a mí, como si fuese el final de un cuento de hadas. 'El efecto secundario fue que su corazón se paró'.
»Resulta que guardo una gran cantidad de morfina en casa. También tengo considerables dosis de codeína, Ambien (zolpidem), Haldol (haloperidol) y Ativan (lorazepam) que me las he arreglado para almacenar del ambulatorio como una ardilla que acapara para el invierno. En el cajón de mi mesilla de noche, junto al pasaporte de mamá, hay más de 100 microgramos en parches de fentanilo, suficiente para matarla a ella y a algunas personas más.
»Pero yo no soy un asesino profesional. No soy médico. No soy muy valiente. Soy solo una persona que quiere hacer lo más importante que su madre le haya pedido nunca. Y vivo en el estado de Nueva York, donde el suicidio asistido es ilegal”.
Lo que sostiene Lyall, por supuesto, es que está mal prohibir a los médicos que ayuden al suicidio. Porque, si fuese legal, ella no tendría que soportar el peso terrible de la petición letal de su madre.
Pero la cuestión es ésta: Un médico tampoco es un asesino profesional. El suicidio asistido no debe ser considerado un acto médico. Al contrario, es una traición a la ética médica tal como ha sido entendida universalmente durante miles de años.
Y hay que decir algo más sobre este artículo, aunque a alguien le pueda indignar: Ningún padre debería nunca pedir a un hijo suyo que lo mate. No demuestra amor ni es justo. Pone al hijo en un horrible dilema, le somete potencialmente a una terrible culpa, lo haga o no lo haga. (He mantenido intensas conversaciones con personas cuyos padres se lo pidieron, y te rompe el corazón la angustia que experimentaron por su rechazo a hacerlo.)
Además, ningún enfermo debe confiar en que la gente que les quiere se reúna en torno a su cama mientras se suicida o lo matan con una inyección letal. Eso coloca a los familiares y amigos que te aman en un aprieto moral y existencial terrible:
-o bien asisten, y con ello aprueban el suicidio y confirman los peores temores del suicida a ser una “carga” o a que se le recuerde peor si la familia tiene que contemplar su decadencia;
-o bien se niegan a estar presentes, y uno se arriesga a entrar en discordia con el suicida, a quien ama; por no mencionar las acusaciones de “enjuiciar” y el posible aislamiento de uno mismo respecto a los parientes y amigos que aprueban el suicidio.
Para las personas que se oponen al suicidio asistido, es un dilema terrible.
Al final, Lyall no acabó con la vida de su madre, sino que la amó de una forma totalmente apropiada y delicada, leyéndole en voz alta a su madre La telaraña de Carlota:
“No estás sola, repito. Vivirás, como Carlota, en tus nietos y en sus hijos. Todo está bien. Puedes irte.
»Al cerrar el libro, veo que sus ojos están cerrados, finalmente, y que su respiración se ha estabilizado, es leve pero tranquila.
»Dura un día más. Parece que hay muchas formas distintas de ayudar a alguien a morir”.
Exactamente, eso es.
Me quedé sin habla al leer ese pasaje, que me recordó la agonía de mi queridísima abuela, inmigrante italiana. Mamá estuvo a los pies de su cama cantándole nanas italianas hasta que la abuela se durmió. Fue un regalo que mi madre ofreció a su madre y que recordaré mientras viva.
El movimiento a favor del suicidio asistido introduce un elemento capaz de crear grandes conflictos y culpas familiares en torno al lecho de muerte. Eso no es compasivo, es una receta para romper corazones.
Publicado en National Review.
Traducción de Carmelo López-Arias.
Wesley J. Smith es abogado y miembro del Discovery Institute’s Center on Human Exceptionalism, un think tank conservador estadounidense.