La deseuropeización del cristianismo
El terremoto generado, incluso más allá de los medios “tradicionalistas”, por la decisión del Papa Francisco, no de redefinir el estatus de la misa según el rito preconciliar, sino de programar su extinción (cercenando su crecimiento y tratándola como un residuo, útil aún para contentar a algunos viejos enclaustrados en sus más tiernos recuerdos y en exceso apegados a los misterios de la Iglesia de ayer), pone de manifiesto no solo el alcance de dicha decisión, sino también su violencia.
Pareciera –aunque esto no es tan novedoso- que hoy la Iglesia quiere ser absolutamente ecuménica y abierta para todos, salvo para aquellos de los suyos que quieren conservar sus tradiciones litúrgicas más profundas. Como si la Iglesia tuviese que llevar a cabo en sus propias filas la cacería de los reaccionarios y humillar a quienes siguen creyendo en las verdades que ella siempre predicó y en la lengua en la cual las predicó, y que hoy resultan molestos para quienes se arrodillan menos ante la Cruz que ante el espíritu de los tiempos. Los católicos tradicionales, ¿serán los únicos para quienes no hay lugar en la Iglesia?
En un notable artículo en Le Figaro, Michel Onfray ha recordado con razón que la misa tridentina pertenece al patrimonio espiritual y cultural de la civilización occidental. Podemos añadir que la liturgia no solo sirve para embellecer las verdades de la fe y las oraciones de siempre, sino que por medio de ella se expresa un lenguaje capaz de interpelar las regiones inaccesibles del alma y de acceder a las verdades de lo sagrado, de otra forma inexpresables. La belleza puede conducir a la fe. El rito es un lenguaje que ha sido moldeado por la historia, pero que no se reduce -dígase lo que se diga- a una acumulación arbitraria de tradiciones más o menos bien ensambladas que podrían sacrificarse para modernizarlas.
Se olvida además que el rito tradicional, a pesar de su expulsión a las periferias, sigue conduciendo a los hombres hacia el catolicismo y transforma a aquellos a quienes Louis Pauwels denominaba los cristianos "de la puerta" en cristianos creyentes y practicantes; y que a través de él, muchos se convierten o vuelven a la fe.
Esto nos conduce al corazón de una cuestión que suele descuidarse. Hay quien se preocupa, con razón, por la descristianización de Europa, pero la deseuropeización del cristianismo no suscita la misma preocupación. El catolicismo es indisociable de los mediadores a través de los cuales se encarnó en la Historia. Se expresa en los numerosos rostros de la humanidad y es ajeno a la tentación niveladora que, en nombre de un regreso fantasmal a la revelación primitiva, justificaría la eliminación de las culturas y de las formas históricas particulares que permiten a los hombres habitar el mundo bajo el signo de una continuidad vivible. Identificar lo heredado con una escoria resulta una idea muy extraña, y es aún más extraño creer que la fe, para ser ofrecida a todos los hombres, debe abolir incluso el recuerdo de los ritos que dieron forma al corazón de una civilización hasta el punto de hacerse indisociables de ella. Sería erróneo reducir esta conciencia a una forma de catolicismo “identitario”, como se dice para asustar. Más bien hay que ver una inquietud legítima por las fuentes más íntimas de la cultura.
El hombre no se engrandece por desencarnarse, y la fe florece muy mal sobre las cenizas de una liturgia quemada. Nadie espera que Roma sustituya el corazón de lo que llamaríamos liturgia dominante por el rito tradicional. Pero tampoco parecería exagerado esperar que el Papa no intente erradicarlo. Sería fuerte la tentación de citar a Brassens, quien comprendió que una religión que renuncia a su propia tradición sacrifica un lenguaje sin el cual sus verdades corren el riesgo de convertirse en inaudibles. Podríamos citar también a Montherlant, quien en sus Cuadernos decía -a su manera- que esperaba conocer un sacerdote que creyera.
La forma no es algo trivial: los hombres y las mujeres que se han aventurado hasta el umbral de la Iglesia con intención de franquearlo han solido encontrar en su recorrido sacerdotes de fe vacilante, casi recelosos de quienes llaman a su puerta, como si el ardor con el que acuden a misa fuese sospechoso. No corren peligro de esa acogida, sin embargo, entre quienes desean ser guardianes no solamente de un rito, sino también de una relación con la fe que encuentra en la liturgia tradicional no una muleta, sino una forma de acceder a la más rica de las experiencias. La fuerza de atracción de la misa tradicional no se explica necesariamente por la complacencia nostálgica. Tal vez quienes se preguntan por qué la comunidades “tradicionales” consiguen crecer a pesar del anatema lanzado contra ellas encontrarán ahí un principio de respuesta a su interrogante.
Publicado en Le Figaro.
Traducción de Carmelo López-Arias.