Un hombre no es (todavía) una mujer
La historia transcurre en la Columbia Británica, en Canadá. Pero podría haber pasado en cualquier lugar del mundo anglosajón, y quizá incluso fuera de él. Jessica Yaniv, una mujer trans activista que conserva todavía sus genitales masculinos, quería a toda costa que unas esteticistas se los depilaran y con ese objeto se presentaba habitualmente en los salones de belleza. Cuando se negaban, Yaniv las denunciaba. Se sentía víctima de discriminación. La cuestión es esencial: ¿tenía un derecho fundamental a la depilación? El Tribunal de Derechos Humanos de la Columbia Británica acaba de zanjar la cuestión: no. Casi es para sorprenderse. Canadá nos ha acostumbrado a consentir las reivindicaciones más esperpénticas a poco que estén formuladas en el lenguaje de la diversidad. Es de temer, sin embargo, que no se trate más que del último estertor del sentido común.
Porque hay que convenir en que esta historia, como tantas otras, muestra el avance de la ideología trans en Occidente. Según el relato de la diversidad, los trans representan la nueva categoría social discriminada que reclama la igualdad de derechos para que llegue una sociedad verdaderamente “inclusiva”. Para ello sería necesario deconstruir el supuesto mito de la división de la humanidad entre hombres y mujeres (la jerga de moda lo denomina “luchar contra la representación binaria de la humanidad”). La ideología de género creía habernos enseñado ya que lo masculino y lo femenino eran construcciones sociales arbitrarias. Así que habría que derribarlas. La fluidez identitaria se convertirá en la nueva norma. Quien recuerde que un hombre no es una mujer será acusado de transfobia. La genialidad del progresismo consiste en hacer pasar como estupideces reaccionarias el simple recordatorio de evidencias eternas.
La ideología trans supone la punta de lanza de lo que podríamos denominar el fundamentalismo de la modernidad.
Desde la perspectiva de la ideología trans, cuando nace un niño el médico no reconoce su sexo, sino que le asigna uno. Es un gesto autoritario que antes o después habrá que proscribir para permitir que el niño descubra por sí mismo, a lo largo de su educación, su propia identidad.
Algunos padres, que suelen ser escandinavos, llevan la ideología hasta sus últimas consecuencias y se niegan a desvelar el sexo de su hijo a la gente que les rodea y a la sociedad en general, para evitar que ésta les etiquete con las categorías identitarias tradicionales. Recordemos también el escándalo de la Universidad de Princeton, que presentó la obra Monólogos de la vagina [en 1996] explicando en el cartel promocional que tienen vagina personas de todos los géneros, no sería una exclusividad femenina. Y a la inversa: pueden encontrarse mujeres con pene.
Sería un error ver en este discurso una excentricidad ideológica circunscrita a algunos departamentos universitarios que producen en serie teorías estrafalarias. Las grandes corporaciones, tanto públicas como privadas, están siendo invitadas a convertirse a la lógica de la diversidad sexual. Es lo que hace algunas semanas llevó a Air Canada a anunciar que sus empleados ya no utilizarían los términos señor y señora para dirigirse a los pasajeros, para evitar “confundir su género”. El metro de Londres hizo lo mismo en 2017, jubilando la fórmula “damas y caballeros”. En Canadá, es posible poner el pasaporte el sexo neutro. En Québec ya no es necesario pasar por una operación de cambio de sexo para cambiar tu identidad sexual en el registro civil. Va de suyo que esta ideología se promueve en la escuela, que ya no pretende tanto enseñar a los niños como reeducar a la sociedad.
La ideología trans instrumentaliza los casos de problemas de la identidad sexual -que evidentemente hay que abordar con humanidad y generosidad- para justificar una deconstrucción integral del sentido humano de la pertenencia. La desnaturalización de la identidad sexual consagra la artificialización de la sociedad, que se convierte en un puro constructo social. La ideología trans representa la punta de lanza de lo que podríamos denominar el fundamentalismo de la modernidad, que confunde la disolución del mundo con la emancipación del hombre. Y, sin embargo, no basta con destituir teóricamente lo real para abolirlo concretamente. Por ejemplo, aunque Jessica Yaniv, esté convencida de ser una mujer, las cosas no son tan simples. No basta con creerse algo para serlo inmediatamente. Al menos, no basta para obligar a los demás a vernos así, como ha osado recordar el tribunal canadiense. Hay algo de tiránico en querer someter a la sociedad a tus propios fantasmas y hacer como que 2+2=5.
La identidad sexual no es una pura construcción social. Ser un hombre o una mujer no es una cuestión de percepción personal. Es, ante todo, un hecho natural que la civilización traduce enseguida en un universo simbólico. Es sorprendente que recordar esto resulte hoy subversivo.
Publicado en Le Figaro.
Traducción de Carmelo López-Arias.