Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

George Orwell, un autor para nuestro tiempo


por Mathieu Bock-Côté

Opinión

El 8 de junio de 1949 se publicaba 1984 de George Orwell, una auténtica obra maestra de la literatura política. En ella encontramos la más fina descripción del funcionamiento del totalitarismo y sus efectos sobre la conciencia humana. Orwell tenía en mente la Unión Soviética. Pero la relectura de su obra maestra setenta años después resulta impactante: aunque el comunismo se ha hundido, la tentación totalitaria, consustancial a la modernidad, se recompone hoy  a través de la ideología de la diversidad y de la corrección política, aun si la democracia liberal todavía consigue contenerla y conservar las libertades públicas. 1984 arroja una luz esencial sobre 2019.

Desde su permanente militancia izquierdista, George Orwell (1903-1950) se desengañó del comunismo en la Guerra Civil española, y escribió luego dos novelas denunciándolo: Rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949). En Que no muera la aspidistra (1936) formuló una contundente crítica al aborto.

El corazón del totalitarismo, dice Orwell, es la mentira institucionalizada. Hay que aprender a decir que 2 + 2 = 5 y a no resistirse en nombre de la realidad, que no es sino un residuo pre-revolucionario condenado por el sentido de la historia. Hay que cambiar, en un mundo donde solo cuentan la ideología y sus recetas. Cuando eso sucede, el hombre queda íntegramente re-condicionado y acepta someterse a las evoluciones de la ideología, sean las que sean. En el mundo de hoy, aceptará por ejemplo que el hombre y la mujer no son sino construcciones sociales artificiales que asfixian la fluidez de la identidad sexual, y se indignará ante los testarudos reaccionarios, obstinados en creer que el hombre y la mujer no son intercambiables.

Orwell lo vio bien: el totalitarismo instaura un mundo paralelo invertido y obliga a quienes lo padecen a prestarle lealtad. En 1984 Orwell imaginó “dos minutos de odio” donde se invita a todos a expresar su odio hacia el enemigo público del momento. Todos deben participar enérgica y ostensiblemente.

Es fácil trasladar esta escena al mundo contemporáneo, cuando éste se declara en guerra contra la “intolerancia” o contra un escándalo que exige una indignación total. Cuando la máquina mediática se embala, más vale no contradecirla. Uno no puede contentarse con callar. El silencio oculta ideas inconfesables. En un régimen de vigilancia generalizada, no solamente se escudriñan los pensamientos culpables, sino también las motivaciones ocultas, aunque no lleguen a formularse. Cada cual debe ser su propio policía, en nombre de una vigilancia virtuosa.

Son conocidos los eslóganes orwellianos: “La guerra es la paz; la libertad es la esclavitud; la ignorancia es la fuerza”. No hay que hacer mucho esfuerzo para pensar en el mundo actual, que quiere obligarnos a ver una floreciente convivencia en sociedades cada vez más fragmentadas y atravesadas por tensiones identitarias. O en la sorprendente capacidad de la pedagogía oficial para presentar el hundimiento de la cultura general como una democratización del conocimiento. Del mismo modo, cuanto más se esfuerce el islam por adaptarse al mundo occidental, más se celebrará su contribución luminosa a nuestra civilización. Lo esencial es obligar a todos a ver el mundo no con sus propios ojos, sino con las lentes ideológicas que les facilita el régimen. A fuerza de fingir, muchos llegan a ese punto.

Orwell marcó las conciencias con su implacable crítica a la neolengua, cuya función no es representar la realidad, sino oscurecerla para encerrarla en los exclusivos parámetros de la ideología. El totalitarismo quiere apoderarse del lenguaje y hacerlo absolutamente transparente, liberado de toda forma de ambigüedad. Quien controla perfectamente el significado de las palabras, y además consigue proscribir los términos que considera peligrosos, maneja el pensamiento colectivo. Como dice un personaje que se dedica a desarrollar la neolengua, “la verdadera finalidad de la neolengua es restringir los límites del pensamiento”. Hay que destruir las condiciones mentales de una posible disidencia, lo que implica además controlar el pasado para evitar que se convierta en un recurso simbólico contra el régimen.

Podría sostenerse sin exageración que la brecha cada vez más profunda entre el lenguaje mediático y el lenguaje popular atestigua que se han roto las condiciones elementales de la experiencia democrática. En 1984, Orwell repetía que la única esperanza de rebeldía se encontraba en el bando de los proletarios. Sin hacer de él un profeta del populismo, es evidente que él veía en las clases populares la última fuerza de resistencia posible contra la arrogancia de la modernidad.

La tentación totalitaria en marcha pretende hoy arrancarnos de la vieja civilización occidental y convertirnos a la fuerza a la utopía de la diversidad, que dará a luz al nuevo hombre nuevo, sin raíces ni sexo, sin naturaleza ni cultura, sin padres ni hijos y perfectamente maleable según los métodos de la ingeniería identitaria. Hay que releer a George Orwell no solamente para comprender el mundo de ayer, sino para comprender el mundo que se está construyendo.

Publicado en Le Figaro.

Traducción de Carmelo López-Arias.

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