¿Escuchar? Sí, pero a Dios
“Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, uno es el Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”: esto es la Shemá, “la” oración, la oración por excelencia que reza Israel dos veces al día, por la mañana al levantarse y por la tarde cuando concluye la jornada. Cuando un escriba le pregunta a Jesús: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?”, Jesús responde: “Escucha Israel. El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuezas” (Mc 12, 28-30).
¡Escucha! ¡Amarás! ¡Escucha! Éste es el único mandato para la vida. No hay más. En estos días hay un sínodo para los jóvenes. Para que puedan expresar sus dudas, sus necesidades, sus esperanzas y preguntas. Pero la respuesta que tanto Israel como la Iglesia han dado en el curso de los milenios es una sola: “Escucha, Israel; uno es el Señor”.
Tanto para los judíos como para los cristianos, la salvación viene solo de la escucha [cf. Rom 10, 17], y por tanto, de la obediencia a los mandamientos de Dios. Dios, en su misericordia, nos enseña, nos habla, para que nosotros, día tras día, escuchando, podamos seguir las huellas de los pasos que Él deja. Fuera de la escucha no hay caminos. Al menos, no son caminos que conduzcan a la vida. No hay esperanza.
¿Cuál es hoy el drama, tanto de los jóvenes como de los ancianos? Que no hay profetas. Que ya no hay nadie que hable con palabras de Dios. Y, por tanto, ya no hay nadie que escuche. La cuestión no es que los pastores oigan, escuchen el elenco de sufrimientos, de sueños, de desilusiones de los jóvenes. La cuestión es que los pastores tengan una respuesta. Y la respuesta no depende de las dificultades o de las características del momento. La respuesta verdadera es eterna: los mandamientos y la Palabra de Dios que es Jesucristo. No varía según las exigencias de las distintas épocas.
Si se privilegia el llamado diálogo, palabra de la cual no hay ni rastro en la Biblia, si se privilegia la escucha de las necesidades, de las exigencias, de las angustias y de las esperanzas de los jóvenes, como si no fuesen ya conocidas, significa que la Iglesia considera justo adaptar a los tiempos actuales y a sus características las respuestas que ha de dar. Significa que hoy ya no es posible vivir como prescriben el Levítico y la Biblia toda: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lv 19, 2). Éste es el mandato. Y quien lo hace posible es la gracia divina.
Yo, tras la disolución del 68, tuve la gracia de encontrar profetas que me anunciaron la verdad. Sin rebajas.
La Iglesia necesita carismas. Carismas que, como siempre ha sucedido, estén en disposición de hablar de Dios a la generación presente. Si no existen estos carismas (o si no se quiere reconocer los que existen), lo único que hay que hacer no es el diálogo, sino la oración insistente a Dios para que tenga misericordia de su Iglesia y “mande obreros a su mies”.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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