Dos buenos temas para hablar en la mesa: religión y política
por Joseph Pearce
Se dice en ocasiones que la religión y la política son dos temas que no deben discutirse entre gente educada. El resultado es que nunca se discute de nada importante, reduciéndose la conversación “entre gente educada” al nivel de lo banal, en el mejor de los casos, o del chismorreo, en el peor.
Y, sin embargo, discutir de religión y de política en lugares de reunión o en la plaza pública es esencial para la vida de una sociedad verdaderamente libre. Ya sea la razón del silencio el temor a la policía o el temor a la descortesía, el resultado es asfixiar la libre discusión sobre los dos ámbitos más importantes que guían la vida del hombre.
Para el cristiano, la religión y la política son inseparables porque son inseparables los dos grandes mandamientos de Cristo: que amemos a Dios Nuestro Señor y que amemos a nuestro prójimo. Del mismo modo, el objetivo de los fundamentalistas laicistas de separar la religión de la política no es solamente una ofensa al cristianismo, sino un intento de hacer desaparecer a los cristianos de la vida política.
Pero esto no es nada nuevo. El fundamentalismo laicista siempre ha sido intolerante hacia el cristianismo y siempre ha pretendido excluir a los cristianos del discurso político. Desde la persecución de la Iglesia primitiva y el martirio de innumerables primeros cristianos al Terror de la Revolución Francesa, pasando por el exterminio de cristianos durante el pasado siglo en los campos de concentración del nacional-socialismo y del internacional-socialismo, la intolerancia del fundamentalismo laicista ha crucificado continuamente el cuerpo de Cristo al tiempo que ha corrompido continuamente el cuerpo político.
Utilizando medios perversos acordes a sus objetivos ignominiosos, el fundamentalismo secular siempre ha optado por el poder de la mentira para impulsar sus objetivos, actuando con engaño y practicando el arte oscura de la propaganda. El doble-pensamiento y la neolengua orwellianos han formado parte desde el principio de la mentalidad y del vocabulario del fundamentalismo laicista.
En nombre de la trinidad non sancta de liberté, égalité et fraternité, los revolucionarios franceses y rusos arrebataron a los cristianos la libertad en nombre de la libertad, discriminaron a los cristianos en nombre de la igualdad y asesinaron a los cristianos en nombre de la fraternidad. No es sorprendente, por tanto, que la nueva generación de fundamentalistas laicistas sea intolerante contra el cristianismo en nombre de la tolerancia, o que apruebe el asesinato de los niños no nacidos en nombre de la libertad.
Sin embargo, la mayor hipocresía del fundamentalismo laicista no se encuentra en su abuso del lenguaje, sino en su insistencia en que la religión debe ser excluida de la plaza pública, cuando él mismo es una religión.
Si el teísmo es una postura religiosa, también el ateísmo. La afirmación dogmática de que Dios no existe o de que debe ser excluido de los asuntos humanos es una postura religiosa. Creamos o no que Dios existe, su existencia se sitúa en el centro; es la piedra de toque, la roca conceptual sobre la que se basan todos nuestros demás presupuestos. Para el teísta, la presencia real de Dios es el principio definitorio en el corazón de la realidad; para el ateo, lo es la ausencia real de Dios. En ambos casos, Dios es crucial y por tanto está presente, aunque en este segundo caso sea de forma irónica.
El caso es que toda política hunde sus raíces en primeros principios filosóficos, de los cuales el más importante es el presupuesto metafísico sobre la existencia o no existencia de Dios. De hecho, como demuestra la historia reciente, quitar a Dios crea un vacío que se llena con todo tipo de disparates peligrosos y letales.
La creencia de Rousseau de que el hombre no es intrínsecamente pecador, esto es, de que no hubo una rebelión original contra Dios, ha conducido a toda clase de vilezas y brutalidades en búsqueda del mítico buen salvaje, de las cuales el antedicho Terror no fue la menor. Las ideas de Rousseau han empapado la sociedad moderna de un desprecio a la civilización que se ha hecho dominante. Se desecha la sabiduría de los siglos y la herencia de los sabios con la arrogancia de la ignorancia, y el hombre moderno queda así reducido a un fanático seguidor de las necedades de las modas y las tendencias.
El determinismo de Hegel, convertido en política por Marx, condujo al asesinato de millones de personas en el altar del progreso inalterable del hombre hacia la dictadura del proletariado. El Übermensch [Superhombre] de Nietzsche, convertido en política por Hitler, condujo a la raza superior de los nazis y al asesinato de millones de personas en el altar del orgullo racial.
Como nos recuerda Richard Weaver, las ideas tienen consecuencias, y las malas ideas tienen malas consecuencias. Y como Chesterton nunca se cansaba de decirnos, cuando la gente deja de creer en Dios, no cree en la Nada, cree en cualquier cosa. Porque Dios existe, pero la Nada no. En consecuencia, la gente puede creer en Dios, pero nadie puede creer en la Nada. Un ateo, simplemente, no puede ser ateo: debe convertirse en otra cosa, y esa cosa suele ser algo peor. Ya sea Dios reemplazado por el Sin Dios de Marx, el Sin Dios de Nietzsche, el Sin Dios de Stalin, el Sin Dios de Hitler o el Sin Dios de Margaret Sanger y Planned Parenthood, invariablemente conduce a la matanza de los inocentes.
Planteando la cuestión sin tapujos: la ausencia de Dios conduce inevitablemente a la presencia del mal.
Las lecciones de la historia son lo bastantes claras para quien tenga ojos para ver. Quitar a Dios de la plaza pública conduce a erigir en su lugar guillotinas en la plaza pública. La separación forzosa de la religión y la política conduce al más letal de los divorcios. La única alternativa a One Nation under God es Todas las naciones bajo sabe-Dios-qué. Dios nos libre de entregarnos en manos de tal Sin Dios.
Publicado en St Austin Review. Tomado de National Catholic Register.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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