Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Demonio: desmitologización y demonocentrismo, dos extremos


por Carmen Castiella

Opinión

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Tras la lectura del Evangelio durante la Misa, que es claro y algo insistente sobre la existencia del diablo, los endemoniados y su liberación, con demasiada frecuencia en la homilía posterior escuchamos un discurso que devalúa la naturaleza real del demonio, el endemoniado y el exorcismo. Devalúa esta realidad hasta reducirla a un mero símbolo. A una lucha espiritual contra el Mal, como concepto abstracto y general. Se nos transmite, por tanto, un total escepticismo respecto a lo preternatural, lo que está más allá de lo natural.

Y yo me pregunto: ¿cómo deben ser leídas las Escrituras sobre este punto? ¿Por qué aparecen los demonios con tanta frecuencia, no en el centro del Evangelio pero sí en sus márgenes? Giorgio Gozellino, en Angeli e demoni, afirma: “Los ángeles y el diablo no se encuentran en el centro del Evangelio, pero sí claramente en sus márgenes. Constituyen así su horizonte cósmico exterior y confieren a la fe bíblica en la salvación su perspectiva universal-cósmica”.

¿Por qué, a pesar de la claridad e insistencia del Evangelio, es tan distinta la posición de algunos sacerdotes sobre este punto? Unos por defecto y otros por exceso.

Algunos ven en la lucha contra el demonio una mera alegoría de la única lucha que consideran real: la del Bien contra el Mal. Este escepticismo academicista es un ejemplo más de lo que Joseph Ratzinger llamaba el “intelectualismo de la desmitologización”, un fallido intento de actualizar lo que se considera pura y simplemente perteneciente al pasado.

Otros, me temo que también equivocadamente, dan a Satanás y a sus ángeles un protagonismo que no les corresponde. Los ponen en el centro y no en los márgenes. Ven al demonio en todas partes y le atribuyen un poder e influencia excesiva, que raya la superstición y el iluminismo. Ven complots con demasiada facilidad y quizás, influidos por la tremenda impresión de haber presenciado casos reales de posesión diabólica, atribuyen demasiados problemas y enfermedades a la acción extraordinaria del demonio.

Es ésta una cuestión misteriosa y oscura donde las haya. Un terreno de arenas movedizas en el que no cabe sacar conclusiones precipitadas y simplistas ni hablar de forma concluyente porque supera nuestro entendimiento por todas partes. Frena en seco nuestra manía de juzgarlo y sistematizarlo todo. Nos recuerda nuestros límites frente a la infinita inteligencia de Dios, “un Dios que es Logos y garantiza la racionalidad del mundo, de nuestro ser, la adecuación de la razón a Dios y de Dios a la razón, aun cuando su razón supere infinitamente a la nuestra y a menudo nos parezca oscuridad” (Introducción al Cristianismo, Joseph Ratzinger).

Pero al margen de consideraciones más o menos abstractas, la existencia del demonio y la posibilidad de existencia de endemoniados es parte de nuestra fe. Y no es suficiente, por tanto, con admitir a nivel teórico su existencia, sino que debemos admitirla también en la práctica. Es decir, no basta con admitir la verdad de fe a nivel intelectual y despreciar los fenómenos misteriosos y oscuros que nos presenta la realidad. No debemos despreciar la observación atenta de lo real, incluso cuando los hechos son tan inexplicables que nos rompen los esquemas.

Es muy cómodo y gratificante ser autocomplaciente en este punto y hacer alarde de equilibrio intelectual situándose en el medio de dos extremos, pero lo que interesa es buscar la verdad, incluso si nos hace quedar como locos a ojos del mundo; un mundo que aparentemente no tiene grietas y en el que la existencia del demonio y su actuación extraordinaria pone de pronto al hombre ante un abismo. Lo sobrenatural y lo preternatural difícilmente pueden ser abordados con el método racional científico. Forman parte de otra dimensión que está más allá. Los creyentes somos testigos de lo invisible.

Dicho esto, con el único fin de dar testimonio de lo que he visto y oído, me veo en la obligación de contar que, por gracia de Dios y motivos que no vienen al caso, me ha tocado presenciar varios exorcismos. Un exorcismo es una ventana abierta a la otra dimensión, un puente entre el abismo que separa lo visible y lo invisible. Tengo claro que un trastorno psiquiátrico no explica ni una mínima parte de lo que he presenciado. Después de ver lo que he visto y escuchar lo que he escuchado, no puedo dudar de la existencia del mundo espiritual. Lo verdaderamente real está más allá de lo que vemos y tocamos. Los ángeles y los demonios no son figuras mitológicas sino seres personales reales.

A pesar de la fuerte impresión que ha causado en mí esta experiencia, estoy profundamente agradecida a Dios por confirmarme así en la fe. Consciente de que, como nuestra inercia natural no deja de empujarnos en otra dirección, la fe es un cambio que hay que hacer todos los días; solo en una conversión que dure toda nuestra vida podemos entender lo que significa decir “yo creo” (Joseph Ratzinger, Introduccion al Cristianismo). También quiero estar alerta y no dar nunca al demonio un protagonismo que no le corresponde. “Con los demonios no se dialoga nunca” (Papa Francisco). Nuestra mirada firme en Cristo, que es el centro de nuestra vida espiritual, y en la Santísima Virgen, cuya humildad y silencio revientan el orgullo del diablo.

Lo más valioso que me llevo de esta oscura y a la vez luminosa experiencia es la fe en el poder de la oración y la certeza de que la victoria es de Cristo. El demonio (por terrible que parezca su poder) es solo una criatura sometida al poder de su Creador. Dios solo permite su actuación extraordinaria si va a sacar de todo el proceso un bien mayor. No hay sacramental más poderoso que el Santísimo Nombre de Jesús y arma más eficaz que la sencillez y humildad del Rosario.

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