Cartas del sobrino a su diablo (XXX)
[El escritor Juan Manuel de Prada está llevando desde hace semanas su particular diario de la pandemia en forma de punzantes Cartas del sobrino a su diablo, evocando la célebre obra de C.S. Lewis. Recogemos la penúltima entrega.]
Todas mis almorranas supuraron de emoción, ¡oh dilectísimo tito Escrutopo!, mientras contemplaba el rezo musulmán en la basílica constantinopolitana de Santa Sofía, que entierra definitivamente a la Segunda Roma. El espectáculo conmovedor de aquella multitud prosternada ha renovado mis ansias de que pronto podamos repetirlo en la catedral de Córdoba. Para lo cual me he ocupado de impulsar taimadamente una propuesta de conversión del «monumento» en un gran centro interreligioso.
Entretanto, ¡oh titangután peludo!, sigo obedeciendo los sabios consejos que me diste para acabar con la Iglesia del Enemigo. Durante meses, los templos han permanecido cerrados en muchas diócesis; y no porque los decretos gubernativos así lo ordenasen, sino porque sus heroicos obispos, hijos predilectos de los mártires, así lo establecieron, inspirados por el menda. Si ya antes de la plaga la asistencia a la nefanda misa era declinante, estas valientes resoluciones episcopales nos ha allanado el camino. Muchos católicos que asistían a la misa dominical lo hacían por una rutina de décadas; y, como nos enseña el repulsivo Agustín de Hipona, el puro ejercicio de la virtud, cuando le falta aliento sobrenatural, acaba engendrando tedio. Los meses de encierro han descubierto a muchos católicos que perder la mañana dominical yendo a misa es un coñazo. A fin de cuentas, ¿no les dijeron que la comunión espiritual podía sustituir al odioso sacramento eucarístico? ¿No les dijeron también que una contrición perfecta valía por una confesión? ¿No se les recordó que el precepto dominical era una cuestión meramente histórica que podía ser abolida? ¿No se les exhortó a ver misas televisadas? ¿Para qué ángeles van a volver ahora a los templos, teniendo que soportar además en ocasiones a un cura que los hace roncar de admiración? Además, muchos de los católicos más fieles, tan carcamales como tú, ¡oh titocondria provecta!, fueron apiolados por el virus; y los supervivientes tienen un miedo cerval a contagiarse.
Y, a la vez que la Iglesia se hace más pequeña, me ocupo también de que el menguante sector fiel aparezca ante el mundo como una panda de «ultracatólicos» exaltados y agresivos. Así, al verse repudiados por el mundo, estos recalcitrantes acaban creyéndose intachables, elegidos por sus méritos y seleccionados grano a grano como trigo eucarístico; así, creyéndose el rebaño escogido, se agruparán en camarillas y sectas a la greña entre sí, y pensarán que los mártires de antaño fueron necesarios tan sólo para que ellos puedan disfrutar del confort material y espiritual de saberse puros, en medio de un océano de pecadores. Y, entretanto, los obispos se dedicarán a soltar peroratas grimosas sobre la paz mundial, sobre el cambio climático, sobre la filantropía (obras de misericordia corporales desgajadas de las espirituales) o sobre cualquier otra paparrucha sistémica. Y confundirán la mansedumbre evangélica con el escaqueo, la defección y la cagalera. Y pedirán con voz feble a los lobos gobernantes que recuperen el «espíritu de la Transición». ¡Menuda transición hacia el reinado de nuestro mesías les vamos a dar a estos aguerridos mitrados, titirrititín lindo! ¡Cuán gozosas se pondrán nuestras almorranas, viendo arder iglesias «por accidente», como en la admirable Francia!
Con la expectativa jubilosa del hundimiento de la Iglesia española, me permitirás que dé por concluido mi paseo triunfal. No se me escapa que aún restan focos en los que el virus de la fe rebrota peligrosamente, como la diócesis complutense, donde hay un obispo joputérrimo al que antes de marchar voy a rendir visita, para destrozarlo. De esta victoria, que presumo apoteósica, te dejaré constancia en mi última carta.
Publicado en ABC.