Inmigración inviable
Nadie se atreve a reconocer que las sociedades fundadas en el multiculturalismo y la laicidad son, a la larga, inviables. Los pueblos -nos recordaba Unamuno- sólo se convierten en auténtica comunidad mediante la religión; y, cuando se pretende fundar una comunidad política sin una religión que la amalgame, sólo se puede alcanzar un sucedáneo fundado en «la liga aparente de la aglomeración». Entonces empieza la avalancha de inmigrantes; y salta hecha añicos esa liga aparente.
En una nación donde existiera una comunidad fundada en la religión, la integración de los inmigrantes sería muy sencilla. Quienes no profesaran la religión fundante y fundente de la comunidad y no estuviesen tampoco dispuestos a abrazarla elegirían motu proprio otros destinos; y los que la profesaran o estuvieran decididos a abrazarla encontrarían el camino expedito y los brazos abiertos. La religión actuaría a la vez como puerta abierta y muro insalvable, sin necesidad de «efectos llamada» ni concertinas. La natural desconfianza que pudieran despertar entre muchos nacionales las personas de otra nacionalidad o raza la vencería en mayor o menor medida la ayuda sobrenatural, dependiendo del mayor o menor grado de sincera religiosidad que hubiese en esa nación; aunque, desde luego, cualquier menosprecio o muestra de racismo hacia los inmigrantes sería duramente castigada. Y, en cualquier caso, las muestras de xenofobia serían muy inferiores a las muestras de verdadera hospitalidad, que sólo es posible allá donde anfitrión y huésped se saben hermanos (por ser hijos del mismo Padre).
En una nación multicultural y laicista (o sea, apóstata) ningún inmigrante es recibido con amor; pues sin ayuda sobrenatural es imposible el «amor al enemigo» (y no hay enemigo más evidente que el extranjero). Quienes los reciben «con los brazos abiertos» no lo hacen por amor, sino porque quieren utilizarlos políticamente, azuzando en la sociedad los «antagonismos» -Laclau dixit- que facilitan la dinámica revolucionaria; cuando no por odio sibilino a la religión de la que han apostatado. Y quienes los rechazan lo hacen porque quieren también explotar políticamente el miedo de muchas pobres gentes, que contemplan la llegada de inmigrantes como un asalto a su maltrecho «bienestar». No hace falta decir que en estas naciones nunca puede haber auténtica hospitalidad y mucho menos integración: la hospitalidad es suplantada por unos «servicios sociales» (tan frenéticos en apariencia como íntimamente desganados, y aun asqueados) que se pavonean ante las cámaras; pero, a la postre, el destino de esos inmigrantes es el gueto en los arrabales, que se tornará más conflictivo a medida que su población aumente y las condiciones de vida de sus pobladores sean más menesterosas. Las naciones así son, a la larga, inviables; y, mientras duran, no hacen sino sembrar discordias intestinas, a medida que crece su deterioro.
En estas inviables naciones multiculturales y laicistas (o sea, apóstatas) es todo tan repugnantemente falso que hasta la Iglesia tiene que resignarse a su desnaturalización, para sobrevivir. Así, vemos cómo la Iglesia ejercita con los inmigrantes todas las obras de misericordia… corporales, a la vez que renuncia a la encomienda para la cual fue fundada, que no es otra sino «hacer discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Y, renunciando a su misión primordial (la salvación de las almas), se convierte en un capataz solidario al servicio del multiculturalismo y el laicismo (o sea, de la apostasía). Porque, allá donde hay auténtico amor, sólo puede florecer el amor falsificado.
Publicado en ABC.