Amor zoológico
por Eduardo Gómez
La democracia moderna pasa por ser un régimen de gobierno más, cuando en realidad esconde la peor de las concepciones sobre la sociedad. Su filosofía supone la negación política de la verdad, previo enaltecimiento de todas las voluntades humanas a la par, como si algo tuviera ello que ver con la dignidad de las personas.
El orgullo democrático (para hacernos entender, el ensalzamiento de todas las voluntades a la par) supone la igualación de todas las orientaciones sexuales, y por lo tanto la del matrimonio con el resto de agrupamientos civiles anómalos. En el día del orgullo homosexual, los gobernantes siempre se vuelcan con proclamas en nombre del amor entendido al estilo de nuestra época, es decir, sin entendimiento. Al margen de lo penoso de ver a los politicastros reptar lacayunamente ante el homosexualismo patentizado, peor aún resulta la pérdida total del entendimiento del amor en tanto bien universal por antonomasia.
Basta ver cómo el sentimentalismo filosófico de cuño liberal, formalizado en el amor libre, une a toda la plana del bodrio parlamentario, incluidos los paladines de “la batalla cultural“. Aunque el amor es una enseñanza proveniente de los cielos cuya gestión terrenal corresponde al hombre, los lemas actuales sobre el amor, ya convencionalmente aceptados, reflejan el triunfo de la mediocridad: Querer en libertad, Amar no es pecado y flaquezas de la misma simiente decoran la realidad más mediática. Lemas pánfilos, inanes en apariencia, pero muy funcionales para moldear corazones sin dirección espiritual.
Si ya de por sí el amor desplegado por el hombre está lleno de imperfecciones, sin la tutela de la Fe y la Caridad es un caos a manos de los embrujos ideológicos. Este tipo de amor desnortado y carente de virtud es el acicate de todos los agrupamientos y fornicaderos nihilistas que están perforando las bases de la humanidad.
En su primera encíclica, Lumen Fidei, el Papa Francisco pontificaba sobre las claves orgánicas del amor, en su relación con la fe y la verdad. Distinguía que para el hombre moderno el amor solo es una experiencia hecha de sentimientos volubles sin apego a la verdad, una verdad lastrada por la búsqueda de “la autenticidad subjetiva del individuo, válida solo para la vida de cada uno”. De la mano de San Gregorio Magno, enseña que el amor también es un conocimiento que conlleva una nueva lógica: el descubrimiento del verdadero amor se caracteriza también por transmitir “una visión común de todas las cosas”.
Hasta el más ignorante debería saber que el conocimiento básico es el de la realidad de las cosas en lo que de propio tienen, es decir, su individuación o caracterización. La Ley Natural presenta solo un modelo conyugal, el formado por el hombre y la mujer; el resto obedece a nuestra imperfecta condición.
El amor no es ciego a los ojos de la Ley Natural, muy al contrario, está muy bien trabado en ella. Solo es ciego a los ojos de un romanticismo dibujado por gaznápiros y descamisados intelectuales. Si el querer solo insta del consentimiento, entendido como la adhesión a cualquier proyecto sexual, el amor zoológico media en todas las interacciones afectivas. ¿Qué tipo de amor se identifica con semejante calificativo? Un querer sin la menor heteronomía e introspección: una querencia impropiamente llamada amor, que obedece la lógica animal de lo instintivo, sin norma que lo paute, sin ningún análisis de interioridad en el sujeto. Un querer que tiene como única condición la satisfacción maquinal del deseo y las emociones.
Es así como un bien universal se pervierte en mal popular. Es así como se habilita una manera atomizante de entender la sexualidad y la conyugalidad. Es así como el orgullo democrático (orgullo políticamente dominante) se convirtió en la parturienta política del orgullo homosexualista canturreado cada año a los cuatro vientos. Otro fiasco más del mantra de la separación Iglesia-Estado, a la postre, separación Iglesia-pueblo, primeramente, y separación persona-familia, después.
El amor zoológico es obra del orgullo democrático, incapaz de trabar relación alguna con la verdad. Para eso están la fe y la caridad; para enseñar que la unión del hombre y la mujer no es una opción afectiva más, ni el resultado de la optatividad sexual, se trata del primer núcleo humano de unidad y fraternidad donde el amor nace, se enseña, y se entrega a los descendientes, y estos a su vez lo comparten con los descendientes de otras uniones conyugales. La unión entre un hombre y una mujer no es ni por asomo (como se creen los hijos del orgullo democrático) uno de los múltiples derroteros en los que desfogar la afectividad. Sin el carácter óntico y primigenio del matrimonio fundado por Dios, fuente del resto de adhesiones afectivas, solo queda el consentimiento sexuado.
Pascal, en sus lúcidos pensamientos, tenía al hombre por una criatura capaz de conocer sus distingos con las bestias y los ángeles. Imagínense por un momento una sociedad de hombres que, creyéndose ángeles, vivan el amor como bestias.
Otros artículos del autor
- «Dilexit Nos»: maestros del corazón
- El juicio de los camposantos
- El escritor necesario
- Sana y olímpica laicidad
- Bruce Springsteen: un católico lo es para siempre
- La pasión de Barrabás
- La sublime belleza de la Cruz triunfante
- Los cuatro personajes de «Nefarious»
- En memoria de los «kirishitans»: la apostasía no es el final
- Oscar Wilde y el gigante egoísta