Indignidad
Si hay algo constitutivo del "ethos" católico –frente al "ethos" puritano– es la mirada misericordiosa sobre los pecados ajenos, que nunca son peores que los nuestros; y la certeza de que cualquier persona, por muchas vilezas que haya cometido, puede convertirse en una persona nueva, puede redimirse y tiene derecho a que nadie le recuerde su pasado.
Nunca fue Cristina Cifuentes santo de mi devoción; me atrevería a decir, incluso, que siempre me suscitó la misma aversión (de la que rendí cuenta en numerosos artículos). Su puritanismo, que la impulsaba a aparecer ante los ojos de la ‘opinión pública’ como epítome de la limpieza y la honestidad en medio del albañal de la política española, siempre me resultó abyecto. Personificaba a ese tipo de político que ha dimitido de todos los principios, sustituyéndolos por un afán de medro que la llevaba a abrazar los principios (casi siempre erróneos) que nuestra época consagra, como exigencia de triunfo. Y, en fin, era uno de esos políticos tan tristemente abundantes en la derecha que, en su afán de postureo ante la galería, está dispuesto a desatender e incluso humillar a sus propios votantes. El escándalo de su máster de tócame Roque no varió apenas la pésima consideración que Cristina Cifuentes me merecía. Pero el método que se utilizó para finalmente defenestrarla me parece de una indignidad inigualable.
Y muy delator del nivel de indignidad en el que chapotea nuestra época. No es legítimo destruir a un ser humano como se ha destruido a Cristina Cifuentes. No hay derecho a que se divulgue arteramente un vídeo como el que ocasionó su definitiva expulsión a las tinieblas. No es moralmente admisible esa colusión del periodismo carroñero y el revanchismo político. Pero tal aberración se ha producido, como si tal cosa, ante los ojos engolosinados de una sociedad que se refocila en el fango. Porque sólo una sociedad enfangada puede aceptar como si nada que se divulgue, siete años después de su grabación, un vídeo que la ley exige destruir a los treinta días. Sólo una sociedad que se ha acostumbrado a respirar el aire de la pestilencia puede soportar que se exhiban las miserias del prójimo para destruirlo; y no unas miserias cualesquiera, sino miserias muy dolorosas, que a buen seguro –las haya superado o no– habrán provocado a quien las padece infinitas tribulaciones. Si aún quedara un ápice de dignidad en nuestro país, el periodismo basuriento que divulgó esas imágenes habría sido puesto en la picota; y si nuestra casta política no chapotease en el lodazal de la degradación se habría de inmediato revuelto contra esta indignidad y promovido una investigación que condujese a la cárcel a los conjurados. El único al que escuché palabras magnánimas hacia la víctima y feroces hacia los artífices de este desmán fue, dicho sea en su honor, Pablo Iglesias.
Naturalmente, este vídeo no se habría podido mostrar sin la aquiescencia de muy elevadas instancias de poder. Pero aquí nos interesa preguntarnos por el clima moral que admite tales abyecciones. Hace casi un siglo, un hombre famoso dijo –y se equivocaba– que España había dejado de ser católica; quien hoy repitiese esa frase acertaría plenamente. Pues si hay algo constitutivo del ethos católico –frente al ethos puritano– es la mirada misericordiosa sobre los pecados ajenos, que nunca son peores que los nuestros; y la certeza de que cualquier persona, por muchas vilezas que haya cometido, puede convertirse en una persona nueva, puede redimirse y tiene derecho a que nadie le recuerde su pasado. Este ethos católico tan característico de los españoles de otras épocas (con independencia de que fuesen o no creyentes) habría provocado al instante un implacable repudio social ante la exhibición de ese vídeo infame; y habría desatado una cólera unánime frente a los miserables que propiciaron su divulgación. No se nos escapa que la propia Cristina Cifuentes, con su empeño desnortado por adherirse a todas las ideológicas en boga y su puritanismo estomagante, ha contribuido a la disolución de este ethos católico; y no faltará quien piense que en el pecado lleva la penitencia. Pero quien tal cosa piense ya ha sido atrapado en las redes del puritanismo. En la trastienda de ese vídeo hay mucho dolor, tal vez incluso tendencias morbosas que sin duda habrán causado ingente sufrimiento a quien las padeció o padece; en la trastienda de ese vídeo hay una persona en lucha con una pulsión autodestructiva que requiere Dios y ayuda –mucho Dios y mucha ayuda– para ser vencida. El daño anímico y moral que a esa persona se le ha infligido divulgando semejante vídeo es monstruoso: sólo alimañas de la peor especie pueden brindarse a tal tropelía; y sólo una sociedad dejada de la mano de Dios puede aceptarla.
Me he avergonzado de ser español en estos días. Extraviado su ethos católico, España es hoy una cochiquera donde se refocilan los puritanos y los desalmados.
Publicado en XL Semanal.
Y muy delator del nivel de indignidad en el que chapotea nuestra época. No es legítimo destruir a un ser humano como se ha destruido a Cristina Cifuentes. No hay derecho a que se divulgue arteramente un vídeo como el que ocasionó su definitiva expulsión a las tinieblas. No es moralmente admisible esa colusión del periodismo carroñero y el revanchismo político. Pero tal aberración se ha producido, como si tal cosa, ante los ojos engolosinados de una sociedad que se refocila en el fango. Porque sólo una sociedad enfangada puede aceptar como si nada que se divulgue, siete años después de su grabación, un vídeo que la ley exige destruir a los treinta días. Sólo una sociedad que se ha acostumbrado a respirar el aire de la pestilencia puede soportar que se exhiban las miserias del prójimo para destruirlo; y no unas miserias cualesquiera, sino miserias muy dolorosas, que a buen seguro –las haya superado o no– habrán provocado a quien las padece infinitas tribulaciones. Si aún quedara un ápice de dignidad en nuestro país, el periodismo basuriento que divulgó esas imágenes habría sido puesto en la picota; y si nuestra casta política no chapotease en el lodazal de la degradación se habría de inmediato revuelto contra esta indignidad y promovido una investigación que condujese a la cárcel a los conjurados. El único al que escuché palabras magnánimas hacia la víctima y feroces hacia los artífices de este desmán fue, dicho sea en su honor, Pablo Iglesias.
Naturalmente, este vídeo no se habría podido mostrar sin la aquiescencia de muy elevadas instancias de poder. Pero aquí nos interesa preguntarnos por el clima moral que admite tales abyecciones. Hace casi un siglo, un hombre famoso dijo –y se equivocaba– que España había dejado de ser católica; quien hoy repitiese esa frase acertaría plenamente. Pues si hay algo constitutivo del ethos católico –frente al ethos puritano– es la mirada misericordiosa sobre los pecados ajenos, que nunca son peores que los nuestros; y la certeza de que cualquier persona, por muchas vilezas que haya cometido, puede convertirse en una persona nueva, puede redimirse y tiene derecho a que nadie le recuerde su pasado. Este ethos católico tan característico de los españoles de otras épocas (con independencia de que fuesen o no creyentes) habría provocado al instante un implacable repudio social ante la exhibición de ese vídeo infame; y habría desatado una cólera unánime frente a los miserables que propiciaron su divulgación. No se nos escapa que la propia Cristina Cifuentes, con su empeño desnortado por adherirse a todas las ideológicas en boga y su puritanismo estomagante, ha contribuido a la disolución de este ethos católico; y no faltará quien piense que en el pecado lleva la penitencia. Pero quien tal cosa piense ya ha sido atrapado en las redes del puritanismo. En la trastienda de ese vídeo hay mucho dolor, tal vez incluso tendencias morbosas que sin duda habrán causado ingente sufrimiento a quien las padeció o padece; en la trastienda de ese vídeo hay una persona en lucha con una pulsión autodestructiva que requiere Dios y ayuda –mucho Dios y mucha ayuda– para ser vencida. El daño anímico y moral que a esa persona se le ha infligido divulgando semejante vídeo es monstruoso: sólo alimañas de la peor especie pueden brindarse a tal tropelía; y sólo una sociedad dejada de la mano de Dios puede aceptarla.
Me he avergonzado de ser español en estos días. Extraviado su ethos católico, España es hoy una cochiquera donde se refocilan los puritanos y los desalmados.
Publicado en XL Semanal.
Comentarios