La existencia de la Iglesia
Lo que en realidad se pretende es desanimar a tantos buenos católicos para que tengan una especie de losa encima, que los aplaste por falta de autoestima.
Los que formamos la Iglesia católica sabemos que nuestra Madre pasa siempre por angustias, dificultades y que sus hijos, nosotros, somos pecadores, pero nacimos del amor de Dios y Jesucristo es nuestro Abogado, el Justo. A mí, pues, no me extraña que tengamos críticas duras, que a veces nos calumnien, y que tergiversen lo que hacemos; incluso que nos digan que hemos pecado en esto o en aquello. Sabemos, además, que hay en nuestra sociedad quienes no nos perdonarán nada; también están aquellos que no cambian, que siguen teniendo nulo o bajo aprecio por el hecho religioso que supone la fe cristiana y la existencia de la Iglesia. Como si estuviéramos 100, 70 ó 40 años atrás.
Las cosas son así, pero casi nunca responden a la realidad. Y no se trata de defendernos, sino de otra cosa: encarar las críticas sin desanimarnos. ¿Por qué? No precisamente porque no nos preocupen las críticas o nos dé igual ser peores o mejores cristianos, discípulos de Cristo. No. Pero sucede con mucha frecuencia que tantas estadísticas en las que aparecen cifras poco agradables para la Iglesia católica se utilizan como armas arrojadizas y que se muestre de este modo lo mala que es esta Iglesia. Así lo que en realidad se pretende es desanimar a tantos buenos católicos para que tengan una especie de losa encima, que los aplaste por falta de autoestima. Tantos datos de jóvenes que abandonan la Iglesia, que no acuden a la parroquia a la Misa dominical, o rechazan el matrimonio cristiano, o casados por la Iglesia que se divorcian, o tantos que no siguen la moral cristiana. Tantos, tantos, ¡y por culpa de la Iglesia!
¿Qué se pretende con este modo de presentar las cosas? No se trata de hacer una crítica más o menos justa. Se quiere mostrar que la Iglesia va a acabar pronto, que no es digna de confianza, que hagamos lo que fuere los hijos de la Iglesia las estadísticas están ahí. Los culpables: sobre todo los obispos y los sacerdotes y toda una serie de personas anticuadas, no abiertas al progreso, conservadoras a ultranza, que sólo quieren privilegios (¿?) y fastidian a los demás.
Yo no voy a discutir las estadísticas, que también se podría hacer, pero digo a los católicos que, aceptando nuestros fallos, que son pecados, los dirigentes de esta Iglesia han cometidos infinidad de menos fraudes, corrupciones, malversaciones que los dirigentes de otras instituciones en la sociedad en la que vivimos. Que tenemos pecado, sin duda, pero que hay en la Iglesia católica muchas, muchísimas personas que se preocupan de los demás, que se acercan a los pobres, que atienden a enfermos, empobrecidos o sin hogar en una proporción mucho más grande que los que pertenecen a otras instituciones sociales, que parece que van a solucionar todos los problemas y no empiezan nunca. Y tantos católicos ejemplares en su matrimonio, en su trabajo, en vivir la justicia, entregados a hacer el bien, a perdonar, a cumplir con su deber en tantos campos de la actividad humana.
La Iglesia es débil, sin duda; sus hijos somos pecadores. Pero en nosotros Cristo genera siempre vida nueva, capacidad de arrepentimiento, energías nuevas para volver a empezar, posibilidad de renacer por el gran perdón de Cristo. Y somos fuertes no por nuestras fuerzas, sino porque estamos acompañados por Jesucristo, el Santo, el que ha vencido aunque estuvo muerto, el que es capaz de regenerar corazones. Jesús resucitado recrea cada día nuestras comunidades cristianas, también para el bien común de nuestra sociedad, que sin su concurso serían mucho más pobre en tantas cosas.
La presencia de Cristo en su Iglesia nos capacita para pedir perdón, para ir de la mano con los demás ciudadanos en la consecución del bien común cuando anuncian a Jesús, enseñan a vivir el Evangelio, a esclarecer la verdad, a ir contra la mentira y el olvido de la dignidad humana, cuando muestran lo que es el ser humano, la complementariedad entre hombre y mujer oponiéndose a la violencia contra la mujer pero sin ideología de género, cuando ponen de relieve la doctrina social de la Iglesia, cuando abogan por la libertad, toda libertad, también la de mostrar la fe en el ámbito público. Eso sí: siempre teniendo en cuenta que caminamos no hacia un lugar incierto, sino hacia el monte de Sión, hacia la ciudad del Dios viviente, hacia Jesús, Mediador de la nueva Alianza, a la Jerusalén celestial (cfr. Heb 12, 22-24).
Monseñor Braulio Rodríguez Plaza es arzobispo de Toledo, sede primada de España.
Las cosas son así, pero casi nunca responden a la realidad. Y no se trata de defendernos, sino de otra cosa: encarar las críticas sin desanimarnos. ¿Por qué? No precisamente porque no nos preocupen las críticas o nos dé igual ser peores o mejores cristianos, discípulos de Cristo. No. Pero sucede con mucha frecuencia que tantas estadísticas en las que aparecen cifras poco agradables para la Iglesia católica se utilizan como armas arrojadizas y que se muestre de este modo lo mala que es esta Iglesia. Así lo que en realidad se pretende es desanimar a tantos buenos católicos para que tengan una especie de losa encima, que los aplaste por falta de autoestima. Tantos datos de jóvenes que abandonan la Iglesia, que no acuden a la parroquia a la Misa dominical, o rechazan el matrimonio cristiano, o casados por la Iglesia que se divorcian, o tantos que no siguen la moral cristiana. Tantos, tantos, ¡y por culpa de la Iglesia!
¿Qué se pretende con este modo de presentar las cosas? No se trata de hacer una crítica más o menos justa. Se quiere mostrar que la Iglesia va a acabar pronto, que no es digna de confianza, que hagamos lo que fuere los hijos de la Iglesia las estadísticas están ahí. Los culpables: sobre todo los obispos y los sacerdotes y toda una serie de personas anticuadas, no abiertas al progreso, conservadoras a ultranza, que sólo quieren privilegios (¿?) y fastidian a los demás.
Yo no voy a discutir las estadísticas, que también se podría hacer, pero digo a los católicos que, aceptando nuestros fallos, que son pecados, los dirigentes de esta Iglesia han cometidos infinidad de menos fraudes, corrupciones, malversaciones que los dirigentes de otras instituciones en la sociedad en la que vivimos. Que tenemos pecado, sin duda, pero que hay en la Iglesia católica muchas, muchísimas personas que se preocupan de los demás, que se acercan a los pobres, que atienden a enfermos, empobrecidos o sin hogar en una proporción mucho más grande que los que pertenecen a otras instituciones sociales, que parece que van a solucionar todos los problemas y no empiezan nunca. Y tantos católicos ejemplares en su matrimonio, en su trabajo, en vivir la justicia, entregados a hacer el bien, a perdonar, a cumplir con su deber en tantos campos de la actividad humana.
La Iglesia es débil, sin duda; sus hijos somos pecadores. Pero en nosotros Cristo genera siempre vida nueva, capacidad de arrepentimiento, energías nuevas para volver a empezar, posibilidad de renacer por el gran perdón de Cristo. Y somos fuertes no por nuestras fuerzas, sino porque estamos acompañados por Jesucristo, el Santo, el que ha vencido aunque estuvo muerto, el que es capaz de regenerar corazones. Jesús resucitado recrea cada día nuestras comunidades cristianas, también para el bien común de nuestra sociedad, que sin su concurso serían mucho más pobre en tantas cosas.
La presencia de Cristo en su Iglesia nos capacita para pedir perdón, para ir de la mano con los demás ciudadanos en la consecución del bien común cuando anuncian a Jesús, enseñan a vivir el Evangelio, a esclarecer la verdad, a ir contra la mentira y el olvido de la dignidad humana, cuando muestran lo que es el ser humano, la complementariedad entre hombre y mujer oponiéndose a la violencia contra la mujer pero sin ideología de género, cuando ponen de relieve la doctrina social de la Iglesia, cuando abogan por la libertad, toda libertad, también la de mostrar la fe en el ámbito público. Eso sí: siempre teniendo en cuenta que caminamos no hacia un lugar incierto, sino hacia el monte de Sión, hacia la ciudad del Dios viviente, hacia Jesús, Mediador de la nueva Alianza, a la Jerusalén celestial (cfr. Heb 12, 22-24).
Monseñor Braulio Rodríguez Plaza es arzobispo de Toledo, sede primada de España.
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