Una gatomaquia encerrada
Podríamos preguntarnos si, cuando se habla de acabar con la «brecha salarial», no se pretende en realidad denostar las decisiones de estas mujeres que anteponen los cuidados familiares a los empleos más crudamente competitivos.
En esta cantinela de la «brecha salarial» hay -como no se le escapa a nadie que no esté completamente aplastado por el miedo y el sometimiento lacayuno a las consignas- gato encerrado. En realidad, hay toda una gatomaquia encerrada. Pretender que las mujeres cobran menos que los hombres por desempeñar el mismo trabajo equivale a negar las leyes que rigen el funcionamiento del capitalismo; o bien a sostener que nuestra economía ha dejado de ser capitalista. Pues, si las mujeres cobraran menos que los hombres por desempeñar el mismo trabajo, los empresarios sólo contratarían mujeres, para disminuir sus costes de producción y así aumentar sus beneficios. No conozco a ningún empresario en sus cabales que anteponga sus manías machistas a la cuenta de resultados. Si, como pretende la propaganda, las mujeres cobrasen menos por desempeñar el mismo trabajo que los hombres, ningún empresario contrataría hombres (o sólo lo haría si el Estado lo subvencionase). Basta, pues, de burdas patrañas.
Es cierto, sin embargo, que entre hombres y mujeres existe una «brecha laboral». Es cierto que muchas mujeres se emplean en trabajos peor remunerados que los hombres; es cierto que no alcanzan en igual número los cargos de mando y responsabilidad. Pero ningún empresario en sus cabales antepone sus manías machistas al buen funcionamiento de su empresa, que exige promocionar o contratar para esos cargos a los trabajadores mejor dotados, con independencia de su sexo. ¿No será que lo que verdaderamente existe es una brecha entre las aspiraciones laborales de mujeres y hombres? ¿No será que muchas mujeres eligen trabajos menos crudamente competitivos e incompatibles con la vida familiar? ¿No será que muchas mujeres prefieren trabajos que no les impidan tener hijos y atenderlos? Algunas de estas mujeres tal vez estén casadas con hombres egoístas que no comparten con ellas los cuidados familiares (y contra este egoísmo sí se debe luchar); pero tal vez otras hayan elegido esos trabajos menos exigentes porque así lo han querido, dueñas de sus decisiones y suficientemente inteligentes como para establecer jerarquías vitales sanas. Podríamos preguntarnos si, cuando se habla de acabar con la «brecha salarial», no se pretende en realidad denostar las decisiones de estas mujeres que anteponen los cuidados familiares a los empleos más crudamente competitivos. Podríamos preguntarnos si, cuando se combate la «brecha salarial», no se combate en realidad a estas mujeres y a sus decisiones. ¿No estarán tratando de imponernos el modelo de la mujer «soltera» (no sólo en el sentido literal de la palabra), infecunda y absorbida enfermizamente por su trabajo? ¿No será este el gato o gatomaquia encerrados detrás de la «brecha salarial»? Las leyes que rigen el capitalismo siempre han buscado la forma de pagar sueldos más bajos; y nunca se han recatado de repetir (desde David Ricardo hasta nuestros días) que el mejor modo de lograrlo consiste en conseguir que los trabajadores tengan cada vez menos hijos y una vida familiar más raquítica.
¿Y si los adalides del combate contra la «brecha salarial» fuesen, sin saberlo, mamporreros del capitalismo, con su rebozo de farfolla ideológica? Sin duda lo son en cierta medida, pues -como nos enseñase el marxista Hobsbawn- estas reivindicaciones sectoriales «desactivan la posibilidad de una movilización general» y, para más inri, «nunca movilizan más que a una minoría, incluso dentro del grupo al que se dirigen». Pero podríamos preguntarnos si su mamporrería no es más profunda y misteriosa, propia de quien juró eterna enemistad a la mujer.
Publicado en ABC.
Es cierto, sin embargo, que entre hombres y mujeres existe una «brecha laboral». Es cierto que muchas mujeres se emplean en trabajos peor remunerados que los hombres; es cierto que no alcanzan en igual número los cargos de mando y responsabilidad. Pero ningún empresario en sus cabales antepone sus manías machistas al buen funcionamiento de su empresa, que exige promocionar o contratar para esos cargos a los trabajadores mejor dotados, con independencia de su sexo. ¿No será que lo que verdaderamente existe es una brecha entre las aspiraciones laborales de mujeres y hombres? ¿No será que muchas mujeres eligen trabajos menos crudamente competitivos e incompatibles con la vida familiar? ¿No será que muchas mujeres prefieren trabajos que no les impidan tener hijos y atenderlos? Algunas de estas mujeres tal vez estén casadas con hombres egoístas que no comparten con ellas los cuidados familiares (y contra este egoísmo sí se debe luchar); pero tal vez otras hayan elegido esos trabajos menos exigentes porque así lo han querido, dueñas de sus decisiones y suficientemente inteligentes como para establecer jerarquías vitales sanas. Podríamos preguntarnos si, cuando se habla de acabar con la «brecha salarial», no se pretende en realidad denostar las decisiones de estas mujeres que anteponen los cuidados familiares a los empleos más crudamente competitivos. Podríamos preguntarnos si, cuando se combate la «brecha salarial», no se combate en realidad a estas mujeres y a sus decisiones. ¿No estarán tratando de imponernos el modelo de la mujer «soltera» (no sólo en el sentido literal de la palabra), infecunda y absorbida enfermizamente por su trabajo? ¿No será este el gato o gatomaquia encerrados detrás de la «brecha salarial»? Las leyes que rigen el capitalismo siempre han buscado la forma de pagar sueldos más bajos; y nunca se han recatado de repetir (desde David Ricardo hasta nuestros días) que el mejor modo de lograrlo consiste en conseguir que los trabajadores tengan cada vez menos hijos y una vida familiar más raquítica.
¿Y si los adalides del combate contra la «brecha salarial» fuesen, sin saberlo, mamporreros del capitalismo, con su rebozo de farfolla ideológica? Sin duda lo son en cierta medida, pues -como nos enseñase el marxista Hobsbawn- estas reivindicaciones sectoriales «desactivan la posibilidad de una movilización general» y, para más inri, «nunca movilizan más que a una minoría, incluso dentro del grupo al que se dirigen». Pero podríamos preguntarnos si su mamporrería no es más profunda y misteriosa, propia de quien juró eterna enemistad a la mujer.
Publicado en ABC.
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