Testigos, es decir, prácticos
El auténtico testimonio de fe es práctico, y un pragmatismo desligado de los principios de la ley natural es cualquier cosa menos práctico.
En el debate político (no solo preelectoral) entre católicos es recurrente la contraposición entre testimonio y practicidad. Curiosamente, es un esquema utilizado de forma transversal. Si quieres dar testimonio de tu fe y afirmar ciertos principios, estás condenado a no conseguir nada en el plano político; si, por el contrario, quieres conseguir algo (en términos de resultados para bien de la sociedad) no puedes ir de puro y duro.
Tenemos, pues, por una parte, a quienes dicen que en política hay que centrarse en obtener resultados, y en consecuencia para lograr A hay que ceder algo de B; y por otra, están quienes en el fondo no consideran importante alcanzar ni A ni B: basta afirmar el principio, y antes o después algo cambiará. No pongo ejemplos concretos para evitar que este discurso sea reducido a la presunta voluntad de atacar esto o aquello, pero creo que cualquier lector está en disposición de encontrar miles de ejemplos cercanos. En los debates de estos días hemos encontrado sin duda una amplia muestra.
Entonces qué, ¿testimonio o resultados? ¿Afirmación de los principios o un pragmatismo capaz de limitar los daños de algunas propuestas de ley? Es un dilema muy extraño, más bien un falso dilema. Porque el auténtico testimonio de fe es práctico, y un pragmatismo desligado de los principios de la ley natural es cualquier cosa menos práctico.
En una religión que se fundamenta en la Encarnación, sobre Dios que se hace hombre y se revela a Sí mismo al hombre, que comparte todo lo que vivimos (salvo el pecado), que carga y asume como propio el peso de nuestro pecado, ¿cómo no percibir la profunda unidad que existe entre dar testimonio de Cristo y concretar las opciones políticas, esto es, la capacidad de responder con eficacia a las necesidades de los hombres?
Un testimonio reducido a la proclamación de principios e incapaz de influir es una forma de espiritualismo abstracto. Es más: una presencia política que no sea capaz de reconocer lo que, en un momento histórico dado y en ciertas situaciones, puede utilizarse para construir el bien común, no es auténtico testimonio. Si queremos poner un ejemplo específico referente a la cuestión de las elecciones, significa entre otras cosas que no tiene ningún sentido evitar que sea elegido un político “bueno” para construir un futuro ideal en el que nadie sabe cuántos “buenos” elegiremos.
Al mismo tiempo, sin embargo, no se debe confundir la capacidad de influir con la obtención de un resultado inmediato. Esto es, que si uno se encuentra ante una ley injusta que pretende invertir o negar la ley natural, no se puede hacer pasar como eficacia una transacción que limite sus efectos más perversos. No se puede aceptar el asesinato de ochenta personas –ni siquiera de una– porque de otra forma habrían sido asesinadas cien. Matar inocentes voluntariamente es un mal en sí mismo y no podemos aceptarlo bajo ningún concepto. En este caso, influir significa luchar a fondo y con todas las armas posibles para evitar una ley malvada, y estar dispuestos a perder la batalla con tal de no comprometer la guerra. El horizonte en el cual se inscribe nuestra acción no puede reducirse a un voto parlamentario o a una cita electoral. Por lo demás, si algunos católicos “del mal menor” hubiesen utilizado este criterio en la pasada legislatura [italiana], es casi seguro que ciertas leyes –como la de las uniones civiles– no se habrían aprobado.
Existe pues una profunda e innegable unidad entre testimonio y practicidad. Uno solo es un auténtico testigo cuando está profundamente arraigado en una pertenencia que no es de este mundo, y justo por ello es capaz de leer la realidad y de utilizar todos los instrumentos posibles para construir el bien común.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.
Tenemos, pues, por una parte, a quienes dicen que en política hay que centrarse en obtener resultados, y en consecuencia para lograr A hay que ceder algo de B; y por otra, están quienes en el fondo no consideran importante alcanzar ni A ni B: basta afirmar el principio, y antes o después algo cambiará. No pongo ejemplos concretos para evitar que este discurso sea reducido a la presunta voluntad de atacar esto o aquello, pero creo que cualquier lector está en disposición de encontrar miles de ejemplos cercanos. En los debates de estos días hemos encontrado sin duda una amplia muestra.
Entonces qué, ¿testimonio o resultados? ¿Afirmación de los principios o un pragmatismo capaz de limitar los daños de algunas propuestas de ley? Es un dilema muy extraño, más bien un falso dilema. Porque el auténtico testimonio de fe es práctico, y un pragmatismo desligado de los principios de la ley natural es cualquier cosa menos práctico.
En una religión que se fundamenta en la Encarnación, sobre Dios que se hace hombre y se revela a Sí mismo al hombre, que comparte todo lo que vivimos (salvo el pecado), que carga y asume como propio el peso de nuestro pecado, ¿cómo no percibir la profunda unidad que existe entre dar testimonio de Cristo y concretar las opciones políticas, esto es, la capacidad de responder con eficacia a las necesidades de los hombres?
Un testimonio reducido a la proclamación de principios e incapaz de influir es una forma de espiritualismo abstracto. Es más: una presencia política que no sea capaz de reconocer lo que, en un momento histórico dado y en ciertas situaciones, puede utilizarse para construir el bien común, no es auténtico testimonio. Si queremos poner un ejemplo específico referente a la cuestión de las elecciones, significa entre otras cosas que no tiene ningún sentido evitar que sea elegido un político “bueno” para construir un futuro ideal en el que nadie sabe cuántos “buenos” elegiremos.
Al mismo tiempo, sin embargo, no se debe confundir la capacidad de influir con la obtención de un resultado inmediato. Esto es, que si uno se encuentra ante una ley injusta que pretende invertir o negar la ley natural, no se puede hacer pasar como eficacia una transacción que limite sus efectos más perversos. No se puede aceptar el asesinato de ochenta personas –ni siquiera de una– porque de otra forma habrían sido asesinadas cien. Matar inocentes voluntariamente es un mal en sí mismo y no podemos aceptarlo bajo ningún concepto. En este caso, influir significa luchar a fondo y con todas las armas posibles para evitar una ley malvada, y estar dispuestos a perder la batalla con tal de no comprometer la guerra. El horizonte en el cual se inscribe nuestra acción no puede reducirse a un voto parlamentario o a una cita electoral. Por lo demás, si algunos católicos “del mal menor” hubiesen utilizado este criterio en la pasada legislatura [italiana], es casi seguro que ciertas leyes –como la de las uniones civiles– no se habrían aprobado.
Existe pues una profunda e innegable unidad entre testimonio y practicidad. Uno solo es un auténtico testigo cuando está profundamente arraigado en una pertenencia que no es de este mundo, y justo por ello es capaz de leer la realidad y de utilizar todos los instrumentos posibles para construir el bien común.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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