A rebufo de Weinstein
Antes que utilizar términos tan ideologizados como "machismo" o "patriarcado", deberíamos empezar por señalar algo mucho más evidente que siempre se soslaya... Un clima de escarnio de las virtudes domésticas, de búsqueda compulsiva y utilitaria del goce inmediato, de infestación pornográfica y exaltación de la sexualidad más promiscua y pluriforme.
A rebufo del escándalo protagonizado por el productor cinematográfico Harvey Weinstein, se ha lanzado una campaña cuyo fin último no parece ser tanto la condena y persecución de conductas abominables como la instrucción de una causa general y sumaria contra lo que sus promotores llaman brumosamente “abuso machista”.
Para deslindar brumas, habría que empezar por determinar cuál fue la conducta que dio origen a esta campaña. Al parecer Weinstein, que proclamaba con orgullo su feminismo militante, tanto de palabra como de obra (y obra dadivosa, pues había hecho cuantiosas donaciones a Planned Parenthood y sufragado la campaña de Hillary Clinton), acosó o incluso violó a multitud de actrices. Nos hallaríamos, pues, ante un depravado que se sirve de su posición de dominio para forzar a sus víctimas; o, si se prefiere, ante un delincuente sexual que actúa con una circunstancia agravante de abuso de poder. Pero tal vez no debamos conformarnos con calificar tan abominable conducta; tal vez debamos también señalar el caldo de cultivo que la favorece o ampara. Y aquí, antes que utilizar términos tan ideologizados como “machismo” o “patriarcado”, deberíamos empezar por señalar algo mucho más evidente que siempre –¡oh, misterio!—se soslaya. Nos referimos, naturalmente, a un clima de escarnio de las virtudes domésticas, de búsqueda compulsiva y utilitaria del goce inmediato, de infestación pornográfica y exaltación de la sexualidad más promiscua y pluriforme. Nos enseñaba Dostoievski que las sociedades sanas se dedican a fortalecer los frenos morales que mantienen atados a los demonios; y que las sociedades enfermas, en cambio, desatan a los demonios, para después escandalizarse cuando empiezan a perpetrar fechorías. Depravados como Weinstein existen, por supuesto, en todas las sociedades (aunque en unas mucho más que en otras, desde luego); pero en aquellas que fortalecen los frenos morales se tropiezan con muchos más escollos a la hora de perpetrar sus fechorías. Lo que nos parece del género tonto es pensar que un depravado que ocupa una posición de dominio va a renunciar a sus fechorías porque sus víctimas no le presten su “consentimiento”, que es el único requisito que la debilidad terminal de nuestra época exige para que una conducta abominable se convierta en conducta plenamente aceptada y respetable.
Pero nuestra época está mucho más enferma de lo que imaginó Dostoievski. No conforme con debilitar los frenos morales que dificultan las fechorías de los demonios, desata una campaña de puritanismo furibundo que ni siquiera dirige contra los demonios que ella misma ha soltado, sino contra una serie de conductas variopintas, desde el flirteo torpe al piropo galante, en las que no media depravación sexual ni abuso de poder, englobándolas en la categoría difusa de “abuso machista”. Y, no contenta con ello, nuestra época pone la fuerza temible de los medios de comunicación al servicio de acusaciones dudosas, referidas a veces a hechos antiquísimos, que destruyen honras y trituran prestigios sin aportar pruebas, en una espiral que empieza a parecerse a una caza de brujas.
Por respeto a las mujeres que realmente son ultrajadas por depravados que gozan de una posición de dominio, conviene señalar tales campañas persecutorias y cazas de brujas. Como conviene también señalar la maniobra de quienes, después de liberar a los demonios, pretenden aturdirnos con su averiada mercancía ideológica, instruyendo una causa general y sumaria, indiscriminada y en muchas ocasiones carente de pruebas, en la que relumbra un odio desquiciado al varón.
Publicado en ABC el 20 de enero de 2017.
Para deslindar brumas, habría que empezar por determinar cuál fue la conducta que dio origen a esta campaña. Al parecer Weinstein, que proclamaba con orgullo su feminismo militante, tanto de palabra como de obra (y obra dadivosa, pues había hecho cuantiosas donaciones a Planned Parenthood y sufragado la campaña de Hillary Clinton), acosó o incluso violó a multitud de actrices. Nos hallaríamos, pues, ante un depravado que se sirve de su posición de dominio para forzar a sus víctimas; o, si se prefiere, ante un delincuente sexual que actúa con una circunstancia agravante de abuso de poder. Pero tal vez no debamos conformarnos con calificar tan abominable conducta; tal vez debamos también señalar el caldo de cultivo que la favorece o ampara. Y aquí, antes que utilizar términos tan ideologizados como “machismo” o “patriarcado”, deberíamos empezar por señalar algo mucho más evidente que siempre –¡oh, misterio!—se soslaya. Nos referimos, naturalmente, a un clima de escarnio de las virtudes domésticas, de búsqueda compulsiva y utilitaria del goce inmediato, de infestación pornográfica y exaltación de la sexualidad más promiscua y pluriforme. Nos enseñaba Dostoievski que las sociedades sanas se dedican a fortalecer los frenos morales que mantienen atados a los demonios; y que las sociedades enfermas, en cambio, desatan a los demonios, para después escandalizarse cuando empiezan a perpetrar fechorías. Depravados como Weinstein existen, por supuesto, en todas las sociedades (aunque en unas mucho más que en otras, desde luego); pero en aquellas que fortalecen los frenos morales se tropiezan con muchos más escollos a la hora de perpetrar sus fechorías. Lo que nos parece del género tonto es pensar que un depravado que ocupa una posición de dominio va a renunciar a sus fechorías porque sus víctimas no le presten su “consentimiento”, que es el único requisito que la debilidad terminal de nuestra época exige para que una conducta abominable se convierta en conducta plenamente aceptada y respetable.
Pero nuestra época está mucho más enferma de lo que imaginó Dostoievski. No conforme con debilitar los frenos morales que dificultan las fechorías de los demonios, desata una campaña de puritanismo furibundo que ni siquiera dirige contra los demonios que ella misma ha soltado, sino contra una serie de conductas variopintas, desde el flirteo torpe al piropo galante, en las que no media depravación sexual ni abuso de poder, englobándolas en la categoría difusa de “abuso machista”. Y, no contenta con ello, nuestra época pone la fuerza temible de los medios de comunicación al servicio de acusaciones dudosas, referidas a veces a hechos antiquísimos, que destruyen honras y trituran prestigios sin aportar pruebas, en una espiral que empieza a parecerse a una caza de brujas.
Por respeto a las mujeres que realmente son ultrajadas por depravados que gozan de una posición de dominio, conviene señalar tales campañas persecutorias y cazas de brujas. Como conviene también señalar la maniobra de quienes, después de liberar a los demonios, pretenden aturdirnos con su averiada mercancía ideológica, instruyendo una causa general y sumaria, indiscriminada y en muchas ocasiones carente de pruebas, en la que relumbra un odio desquiciado al varón.
Publicado en ABC el 20 de enero de 2017.
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