Mentes mentirosas
Este prejuicio idealista que consiste en hacer depender la existencia de las cosas de lo que nosotros pensemos sobre ellas (o sea, en convertir nuestra mentirosa mente en una fábrica de verdades infalibles) es una arrogancia delirante que, sin embargo, ha nutrido la filosofía desde Descartes.
La etimología de las palabras esconde sabidurías muy hondas y provechosas. A nadie se le ocurriría pensar que ‘mente’ y ‘mentira’ comparten la misma etimología, pues nuestra orgullosa condición nos induce a creer que nuestra mente es más bien una incesante fábrica de verdades. Pero el genio del lenguaje nos enseña exactamente lo contrario: nos advierte que lo natural de una mente es urdir mentiras, que lo propiamente mental es la mentira, que quienes se fían de lo que su mente les dicta estarán siempre engañados; o, todavía peor, que son embusteros redomados.
Esta enseñanza etimológica nos escandaliza porque somos fatuos hijos de Descartes. «¡Pienso, luego existo!», afirmamos llenos de soberbia ególatra; pero en realidad queremos decir: «¡Pienso, luego las cosas existen!». Los fatuos hijos de Descartes están convencidos de que su mente crea las cosas. Pero lo cierto es que las cosas existen independientemente de que nosotros las pensemos e independientemente de lo que nosotros pensemos sobre ellas; y todas las mentiras salidas de nuestra mente no cambian la realidad. Es achaque propio del hombre contemporáneo pegarse topetazos con una realidad que su mente había configurado de modo muy distinto: nos tropezamos con leyes que no impiden hacer lo que considerábamos permitido, nos tropezamos con un pasado inamovible que nuestra mentirosa mente había tratado de moldear (o incluso fabular), nos tropezamos con las debilidades propias de nuestra naturaleza que nuestra mentirosa mente había disfrazado de fortalezas. «¡Pienso que Cataluña es independiente, luego nadie puede impedir que esa independencia sea efectiva!», afirma el hombre contemporáneo. Y también: «¡Pienso que en la Guerra Civil hubo un bando de buenos y otro de malos, luego la Historia no pude pretender lo contrario!». O incluso: «¡Pienso que soy un señor con toda la barba aunque mi cuerpo muestre todos los signos de la feminidad, luego todo hijo de vecino tiene que darme la razón!». Y así sucesivamente.
Los fatuos hijos de Descartes urden con su mentirosa mente cualquier desvarío y piensan orgullosamente que se han hecho una idea clara y cierta de las cosas. Cuando lo cierto es que tener una «idea clara y cierta» de las cosas suele ser el primer y más delator indicio del error; pues sólo los imbéciles tienen ideas claras y ciertas de las cosas complejas. Nuestra imbécil época, a falta de báculo en el que apoyarse (¡de nuevo las etimologías!), a falta de cosas firmes sobre las que fijarse para poder avanzar, se apoya en espectros, en mentirosas ideaciones, en fatuos idealismos que no tienen otra existencia sino la que les suministra nuestro deseo (o nuestro «pensamiento deseante», como dicen los anglosajones). Este prejuicio idealista que consiste en hacer depender la existencia de las cosas de lo que nosotros pensemos sobre ellas (o sea, en convertir nuestra mentirosa mente en una fábrica de verdades infalibles) es una arrogancia delirante que, sin embargo, ha nutrido la filosofía desde Descartes, hasta alcanzar su culminación siniestra, su hinchazón petulante, en Hegel; y luego se vulgarizó a través de las ideologías, que son el vómito terminal de aquel idealismo filosófico incorporado a la política, que es la ciencia práctica por excelencia. Y desde que este idealismo imbécil de mentirosas mentes se incautó de la política, la ‘polis’ se convirtió en una ínsula quimérica. Con el agravante de que trató de hacer realidad todas sus ideas delirantes mediante leyes de obligado acatamiento. Y ¡ay de quien ose rechistar!
Pero la mente humana sólo tiene un modo de no ser descaradamente mentirosa. Consiste en dejar de formular ideas fantasiosas para empezar a apoyarse, a través de sus sentidos externos, en la realidad de las cosas. Los sentidos externos, que son los que nos brindan un testimonio de la realidad (no del todo fidedigno, pero desde luego menos engañoso que nuestras ideas), hacen acopio de datos; y con la información ‘en bruto’ que nos brindan hacemos clasificación y síntesis, mediante nuestras capacidades cognitivas, para que a continuación la razón trate de establecer (hasta donde pueda) teorías. Sólo conformándose a la realidad de las cosas, sólo pegándose a ella, nuestra mente puede reprimir la tentación de la mentira; porque la realidad de las cosas es un lastre que le dificulta el vuelo ingrávido y fantasioso. El día en que volvamos a adoptar este método de conocimiento (que era el que preconizaba Aristóteles) nos daremos cuenta de que todo nuestro mundo es un inmenso castillo en el aire, un monstruoso castillo de mentiras que sólo se sostiene porque posee mazmorras en las que se encierra y reprime a quienes se niegan a actuar como fatuos hijos de Descartes.
Publicado en XL Semanal.
Esta enseñanza etimológica nos escandaliza porque somos fatuos hijos de Descartes. «¡Pienso, luego existo!», afirmamos llenos de soberbia ególatra; pero en realidad queremos decir: «¡Pienso, luego las cosas existen!». Los fatuos hijos de Descartes están convencidos de que su mente crea las cosas. Pero lo cierto es que las cosas existen independientemente de que nosotros las pensemos e independientemente de lo que nosotros pensemos sobre ellas; y todas las mentiras salidas de nuestra mente no cambian la realidad. Es achaque propio del hombre contemporáneo pegarse topetazos con una realidad que su mente había configurado de modo muy distinto: nos tropezamos con leyes que no impiden hacer lo que considerábamos permitido, nos tropezamos con un pasado inamovible que nuestra mentirosa mente había tratado de moldear (o incluso fabular), nos tropezamos con las debilidades propias de nuestra naturaleza que nuestra mentirosa mente había disfrazado de fortalezas. «¡Pienso que Cataluña es independiente, luego nadie puede impedir que esa independencia sea efectiva!», afirma el hombre contemporáneo. Y también: «¡Pienso que en la Guerra Civil hubo un bando de buenos y otro de malos, luego la Historia no pude pretender lo contrario!». O incluso: «¡Pienso que soy un señor con toda la barba aunque mi cuerpo muestre todos los signos de la feminidad, luego todo hijo de vecino tiene que darme la razón!». Y así sucesivamente.
Los fatuos hijos de Descartes urden con su mentirosa mente cualquier desvarío y piensan orgullosamente que se han hecho una idea clara y cierta de las cosas. Cuando lo cierto es que tener una «idea clara y cierta» de las cosas suele ser el primer y más delator indicio del error; pues sólo los imbéciles tienen ideas claras y ciertas de las cosas complejas. Nuestra imbécil época, a falta de báculo en el que apoyarse (¡de nuevo las etimologías!), a falta de cosas firmes sobre las que fijarse para poder avanzar, se apoya en espectros, en mentirosas ideaciones, en fatuos idealismos que no tienen otra existencia sino la que les suministra nuestro deseo (o nuestro «pensamiento deseante», como dicen los anglosajones). Este prejuicio idealista que consiste en hacer depender la existencia de las cosas de lo que nosotros pensemos sobre ellas (o sea, en convertir nuestra mentirosa mente en una fábrica de verdades infalibles) es una arrogancia delirante que, sin embargo, ha nutrido la filosofía desde Descartes, hasta alcanzar su culminación siniestra, su hinchazón petulante, en Hegel; y luego se vulgarizó a través de las ideologías, que son el vómito terminal de aquel idealismo filosófico incorporado a la política, que es la ciencia práctica por excelencia. Y desde que este idealismo imbécil de mentirosas mentes se incautó de la política, la ‘polis’ se convirtió en una ínsula quimérica. Con el agravante de que trató de hacer realidad todas sus ideas delirantes mediante leyes de obligado acatamiento. Y ¡ay de quien ose rechistar!
Pero la mente humana sólo tiene un modo de no ser descaradamente mentirosa. Consiste en dejar de formular ideas fantasiosas para empezar a apoyarse, a través de sus sentidos externos, en la realidad de las cosas. Los sentidos externos, que son los que nos brindan un testimonio de la realidad (no del todo fidedigno, pero desde luego menos engañoso que nuestras ideas), hacen acopio de datos; y con la información ‘en bruto’ que nos brindan hacemos clasificación y síntesis, mediante nuestras capacidades cognitivas, para que a continuación la razón trate de establecer (hasta donde pueda) teorías. Sólo conformándose a la realidad de las cosas, sólo pegándose a ella, nuestra mente puede reprimir la tentación de la mentira; porque la realidad de las cosas es un lastre que le dificulta el vuelo ingrávido y fantasioso. El día en que volvamos a adoptar este método de conocimiento (que era el que preconizaba Aristóteles) nos daremos cuenta de que todo nuestro mundo es un inmenso castillo en el aire, un monstruoso castillo de mentiras que sólo se sostiene porque posee mazmorras en las que se encierra y reprime a quienes se niegan a actuar como fatuos hijos de Descartes.
Publicado en XL Semanal.
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