Harta de profetas en Instagram
¿Puede haber una profesión más traicionera y peor para la salud mental que la de pretender "gustar" al mayor número posible de seguidores?
por Carmen Castiella
No me quiero poner cansa con el tema, pero el afán de exhibicionismo y narcisismo que percibo en Instagram ¿sólo me golpea a mí? No estoy registrada pero, por recomendación de algunas amigas, he pinchado en el perfil público de varias conocidas reconvertidas en influencers, cuya profesión se ha convertido en “gustar”, y alucino con el postureo. Creo que es una trampa, en primer lugar para ellas. ¿Puede haber una profesión más traicionera y peor para la salud mental que la de pretender “gustar” al mayor número posible de seguidores?
Prácticamente todo lo que encuentro son fotografías minuciosamente retocadas, espontaneidad nula, acompañadas de retórica al estilo Paulo Coelho, mucha indignación y emociones ñoñas. Mucha opinión y casi ninguna convicción.
¿Las instagramers se creen realmente en contacto con sus seguidores? ¿Creen que eso es comunicación? Me temo que lo único que oyen es el eco de su propia voz.
El intercambio con sus comentaristas no va más allá de la adulación, el cotilleo puro y duro y el opinionismo histérico. Charlatanería y banalidad.
¿Qué ha sido de la conversación más allá del cotilleo? Hace falta recuperar una cierta densidad o vamos camino de ser, no ya la sociedad líquida (Zygmunt Bauman), sino la sociedad gaseosa (“Cuando no queda espacio para lo sólido, sólo queda lo superficial, lo efímero, lo gaseoso”: Alberto Royo).
Instagram es diversión de la peor calidad y desprecio de la cultura. Con su inmediatez nos golpea y aturde e impide que guardemos memoria de lo realmente memorable. No quiero ser alarmista, pero tenemos lo que tenemos porque lo hemos permitido e incluso fomentado.
Instagram ha sido declarada la peor red social para la salud mental, según un estudio de la Royal Society for Public Health del Reino Unido. Parece ser que la confrontación de la propia vida con la impostada vida perfecta de los instagramers baja drásticamente la autoestima, sobre todo en adolescentes.
Para gustos los colores, pero no me convence tampoco el intento de usar las redes sociales para “pseudo evangelizar”, cuando lo que percibo es mitificación y adulación de personas concretas convertidas en gurús, exhibición de la vida familiar de algunas instagramers con vocación de profetas y aire de tenerlo “todo resuelto”, regalando consejos a diestro y siniestro de tipo espiritual, familiar, matrimonial, educativo… Porque ellas “lo valen”. O no, da igual.
¿Qué fue de la fragilidad, la duda, el misterio, la familia imperfecta, el dolor, la decepción, el fracaso, los sueños que no se cumplen y el desconcierto? Todo aquello que nos hace realmente humanos. Amamos la vida pero no se nos escapa que “la vida es también un proceso de frustración y quebrantamiento” (The Crack-Up, Scott Fitzgerald). Definitivamente, las redes sociales son una trampa.
El único consejo que me permito dar para la cena de Nochebuena es preparar una caja en la que todo el mundo deje los móviles al entrar y los recoja al salir. Así, sin más. Autoritarismo en estado puro. ¡Ah! Y la mesa preciosa que voy a poner en Nochebuena no la colgaré en ninguna red social pero espero que quede guardada en la memoria de mis hijos y sobrinos como un recuerdo memorable. Y, si no la recuerdan, tampoco pasa nada. Es un homenaje de belleza para ÉL, el experto en ver y multiplicar “lo escondido”.
Y ahora que vengan las hordas histéricas con sus dislikes.
¡Feliz Navidad!
Prácticamente todo lo que encuentro son fotografías minuciosamente retocadas, espontaneidad nula, acompañadas de retórica al estilo Paulo Coelho, mucha indignación y emociones ñoñas. Mucha opinión y casi ninguna convicción.
¿Las instagramers se creen realmente en contacto con sus seguidores? ¿Creen que eso es comunicación? Me temo que lo único que oyen es el eco de su propia voz.
El intercambio con sus comentaristas no va más allá de la adulación, el cotilleo puro y duro y el opinionismo histérico. Charlatanería y banalidad.
¿Qué ha sido de la conversación más allá del cotilleo? Hace falta recuperar una cierta densidad o vamos camino de ser, no ya la sociedad líquida (Zygmunt Bauman), sino la sociedad gaseosa (“Cuando no queda espacio para lo sólido, sólo queda lo superficial, lo efímero, lo gaseoso”: Alberto Royo).
Instagram es diversión de la peor calidad y desprecio de la cultura. Con su inmediatez nos golpea y aturde e impide que guardemos memoria de lo realmente memorable. No quiero ser alarmista, pero tenemos lo que tenemos porque lo hemos permitido e incluso fomentado.
Instagram ha sido declarada la peor red social para la salud mental, según un estudio de la Royal Society for Public Health del Reino Unido. Parece ser que la confrontación de la propia vida con la impostada vida perfecta de los instagramers baja drásticamente la autoestima, sobre todo en adolescentes.
Para gustos los colores, pero no me convence tampoco el intento de usar las redes sociales para “pseudo evangelizar”, cuando lo que percibo es mitificación y adulación de personas concretas convertidas en gurús, exhibición de la vida familiar de algunas instagramers con vocación de profetas y aire de tenerlo “todo resuelto”, regalando consejos a diestro y siniestro de tipo espiritual, familiar, matrimonial, educativo… Porque ellas “lo valen”. O no, da igual.
¿Qué fue de la fragilidad, la duda, el misterio, la familia imperfecta, el dolor, la decepción, el fracaso, los sueños que no se cumplen y el desconcierto? Todo aquello que nos hace realmente humanos. Amamos la vida pero no se nos escapa que “la vida es también un proceso de frustración y quebrantamiento” (The Crack-Up, Scott Fitzgerald). Definitivamente, las redes sociales son una trampa.
El único consejo que me permito dar para la cena de Nochebuena es preparar una caja en la que todo el mundo deje los móviles al entrar y los recoja al salir. Así, sin más. Autoritarismo en estado puro. ¡Ah! Y la mesa preciosa que voy a poner en Nochebuena no la colgaré en ninguna red social pero espero que quede guardada en la memoria de mis hijos y sobrinos como un recuerdo memorable. Y, si no la recuerdan, tampoco pasa nada. Es un homenaje de belleza para ÉL, el experto en ver y multiplicar “lo escondido”.
Y ahora que vengan las hordas histéricas con sus dislikes.
¡Feliz Navidad!
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