¿Qué es el amor?
¡Pregunta cruel! ¡Ambiciosa! En ocasiones se diría maléfica, puñetera. No lo saben ni lo han sabido todos los filósofos que han pisado o pisan esta tierra, y todos le dan vueltas y más vueltas. Como todos nosotros. ¿No será eso un escape, una excusa para no amar? De hecho, más que filosofar, lo que deberíamos hacer es pasar a la acción: lanzarnos a amar de una vez. “Como el Padre me envió, también os envío yo”, nos mandó Jesús (Jn 20,21).
Nosotros los cristianos sabemos lo que nos explicó nuestro Señor y supremo Pastor, Jesucristo, en diversas ocasiones. Pero sobre todo nos lo dejó en un testamento de obras, que culminó dando la vida por nosotros en la Cruz. Y a eso debemos tender, en cada una de nuestras acciones: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho, también vosotros lo hagáis” (Jn 13,15). Nos habló de amor, pero de manera inefable nos llamó al Amor, el que viene de Dios, ¡y Dios mismo! Y no solo a nosotros los hombres, sino a la Creación entera: “El cielo canta la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 18/19,2).
Porque Jesús era “consciente de que venía de Dios y a Dios volvía” (Jn 13,1), pues “todo viene de Dios” (1 Cor 11,12) y “tiende a Dios” (como explicitó la constitución dogmática Dei Verbum del Concilio Vaticano II, ratificando así el Concilio Vaticano I: “Dios es principio y fin de todas las cosas”). Él es “el Alfa y la Omega” (Apc 1,8). No solo nos dijo “id”: “Id y haced discípulos de todos los pueblos” (Mt 28,19), sino especialmente “venid”: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Como aclaró el Papa en una audiencia general de los miércoles: “La gloria de Dios es todo amor: amor puro, loco e impensable, más allá de todo límite y medida”. “Dios reduce las distancias mostrándose en la humildad de un amor que exige nuestro amor”.
Tenemos, pues, para empezar nuestro esbozo del amor, que el amor es amar después de ser amados, tomando como ejemplo el primero. El primero en amarnos es Dios mismo, quien toma la iniciativa, desde el propio acto de crearnos. En virtud de ese encuentro, somos impelidos a evangelizar y necesitamos hacerlo para ser auténticos cristianos. Es la misión. “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21). Ese enviar lo explicitó el Papa el Domingo de Misericordia de este 2019: “La resurrección de Jesús es el comienzo de un nuevo dinamismo de amor, capaz de transformar el mundo con el poder del Espíritu Santo”. “Nos lo confía a cada uno de nosotros (...), de acuerdo con la propia vocación”. Lo dice Jesús de otra manera, que podemos resumir como su regla de oro, todo un eslogan contracultural en nuestra sociedad del bienestar: “Amad a los demás como queréis que os amen” (Lc 6,31). “Amad a vuestros enemigos” (Lc 6,35).
También San Pablo (y por tanto la Sagrada Escritura, que debería ser nuestro programa de vida) nos dejó todo un tratado sobre el amor en su Himno a la Caridad, digno de releer y poner por obra (1 Cor 13,1-13). Después de ampliar el mandamiento de Jesucristo, en síntesis, sentencia que “el amor todo lo puede y alcanza”. Y por “todo” podemos finalmente concluir, como nos lo ordena Jesucristo: “Amar a Dios sobre todas la cosas y al prójimo como a uno mismo” (Mt 22,37-40). Lo cual culmina en llegar a hacerlo todo por Dios, que empieza o acaba por aceptar cada paso con mansedumbre. Ciertamente, la experiencia nos demuestra con ver, palpar y sentir que el mayor problema no es el dolor en sí mismo, sino cómo afrontarlo: eso es, por Amor. Aquello de ver el vaso medio lleno en lugar de medio vacío. “Dios es Amor” (1Jn 4,8) “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y en él haremos morada” (Jn 14,23). Entonces, todo se hace más fácil. En lugar de darle vueltas, amemos, y seremos amados... por el Amor. Palabra de Dios.
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