Chupa y calla
Las sociedades sanas robustecen los frenos morales que inhiben las conductas aberrantes; las sociedades decadentes y decrépitas debilitan tales frenos morales y, una vez que todos los demonios de la aberración han sido liberados, se dedican a perseguirlos grotesca y desnortadamente.
Han causado gran escándalo unas chapas repartidas durante los Sanfermines con leyendas sórdidas que coincidían en interpelar a las mujeres de las formas más vejatorias imaginables: «Chupa y calla», «Para ser tonta no eres muy guapa», «Tu culo será mío», etcétera. De inmediato, diversos colectivos feministas denunciaron ante la fiscalía esta aberración; y las chapas, al parecer, fueron decomisadas. Dichos colectivos, al parecer, pretenden enchironar a los burdos artífices de las chapas; pero divulgar groserías, que tal vez nos pueda parecer repugnante, no constituye ningún delito.
Este penoso asunto de las chapas con leyendas sórdidas nos sirve para comprobar lo que ocurre cuando se ponen tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Todo freno judicial o policial, por eficaz y disuasorio que sea, se revela inútil si no lo precede un freno moral. Las sociedades sanas robustecen los frenos morales que inhiben las conductas aberrantes; las sociedades decadentes y decrépitas debilitan tales frenos morales y, una vez que todos los demonios de la aberración han sido liberados, se dedican a perseguirlos grotesca y desnortadamente. Antes de que esas chapas sórdidas fuesen repartidas se recorrió un largo itinerario de degradación que, lamentablemente, contó con la colaboración activísima de los movimientos feministas que ahora se rasgan las vestiduras. Y ese largo itinerario de degradación empezó el día que se decidió que había que conculcar lo que los romanos llamaban las ‘virtudes domésticas’: la honestidad, la templanza, el pudor, la castidad, etcétera.
El quebrantamiento de todas aquellas virtudes se hizo, por supuesto, para combatir el orden cristiano. Pero lo cierto es que tales virtudes no fueron proclamadas únicamente por el cristianismo, sino por todas las civilizaciones previas y posteriores que han merecido tal nombre; lo cierto es que fueron cultivadas y ensalzadas por los hombres más insignes, desde épocas antiquísimas. Encontramos el elogio de estas virtudes en Aristóteles y, curiosamente, también en su adversario Platón; lo encontramos en Cicerón y en Séneca; lo encontramos, en fin, en toda visión antropológica cabal. Y todas esas reflexiones el cristianismo las hizo suyas, depurándolas de aquellos elementos puritanos que se resistían a reconocer la debilidad humana. Con el tiempo, el cristianismo desarrollaría sus propias desviaciones puritanas, a veces por escisiones sectarias, a veces en un afán desquiciado por combatir tales escisiones. Pero lo único que el cristianismo hizo fue ‘bautizar’ aquellas ancestrales virtudes, añadiéndoles su particular perspectiva trascendente: ya que nuestros cuerpos son templos del Espíritu, llamados a la gloria de la resurrección, merecen ser tratados con la dignidad de lo que tiene un origen y un destino divinos.
Pero estas ‘virtudes domésticas’ (que son el mejor cimiento de las virtudes públicas) no fueron creaciones cristianas. Y todas las civilizaciones que las ensalzaron no lo hicieron para oprimir a las mujeres, sino para contener los instintos más esclavizantes del ser humano, que esas mismas civilizaciones desembridaron en sus fases de decadencia y decrepitud. Pues, como sabe cualquiera que no esté ofuscada por el naturalismo instintivo, la sexualidad humana es como el agua: benéfica cuando se encauza; destructiva cuando los cauces se desbordan y se rompen los diques. Una sexualidad sometida a constantes reclamos morbosos estraga nuestra sensibilidad, destruye nuestra afectividad, nos corrompe con las fantasías más purulentas, exacerba nuestra concupiscencia hasta convertirnos en bestias babeantes de flujos.
Chesterton nos recordaba que el efecto de tratar la sexualidad como cosa inocente, de lanzar constantes reclamos sexuales, de pregonar los beneficios de una sexualidad desinhibida y desembridada, es que todas las cosas inocentes se empapan de sexualidad. Pero no de una sexualidad limpia y luminosa, como pretenden los demagogos de nuestra época, sino de una sexualidad turbia y putrescente, que no hace sino invadir nuevas zonas de nuestra vida sensible, corrompiéndolas hasta la gangrena. Y a esta labor de exaltación del naturalismo instintivo han colaborado los movimientos feministas, que en lugar de poner cadalsos grotescos a las penosas consecuencias deberían esforzarse en resucitar los frenos morales que se apresuraron a conculcar. De este modo, evitarían ser considerados, dentro de algunos siglos o milenios, causa concurrente en la decadencia y decrepitud de nuestra civilización.
De lo contrario, tendremos que callar, para chupar nuestra propia medicina.
Publicado en XL Semanal.
Este penoso asunto de las chapas con leyendas sórdidas nos sirve para comprobar lo que ocurre cuando se ponen tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Todo freno judicial o policial, por eficaz y disuasorio que sea, se revela inútil si no lo precede un freno moral. Las sociedades sanas robustecen los frenos morales que inhiben las conductas aberrantes; las sociedades decadentes y decrépitas debilitan tales frenos morales y, una vez que todos los demonios de la aberración han sido liberados, se dedican a perseguirlos grotesca y desnortadamente. Antes de que esas chapas sórdidas fuesen repartidas se recorrió un largo itinerario de degradación que, lamentablemente, contó con la colaboración activísima de los movimientos feministas que ahora se rasgan las vestiduras. Y ese largo itinerario de degradación empezó el día que se decidió que había que conculcar lo que los romanos llamaban las ‘virtudes domésticas’: la honestidad, la templanza, el pudor, la castidad, etcétera.
El quebrantamiento de todas aquellas virtudes se hizo, por supuesto, para combatir el orden cristiano. Pero lo cierto es que tales virtudes no fueron proclamadas únicamente por el cristianismo, sino por todas las civilizaciones previas y posteriores que han merecido tal nombre; lo cierto es que fueron cultivadas y ensalzadas por los hombres más insignes, desde épocas antiquísimas. Encontramos el elogio de estas virtudes en Aristóteles y, curiosamente, también en su adversario Platón; lo encontramos en Cicerón y en Séneca; lo encontramos, en fin, en toda visión antropológica cabal. Y todas esas reflexiones el cristianismo las hizo suyas, depurándolas de aquellos elementos puritanos que se resistían a reconocer la debilidad humana. Con el tiempo, el cristianismo desarrollaría sus propias desviaciones puritanas, a veces por escisiones sectarias, a veces en un afán desquiciado por combatir tales escisiones. Pero lo único que el cristianismo hizo fue ‘bautizar’ aquellas ancestrales virtudes, añadiéndoles su particular perspectiva trascendente: ya que nuestros cuerpos son templos del Espíritu, llamados a la gloria de la resurrección, merecen ser tratados con la dignidad de lo que tiene un origen y un destino divinos.
Pero estas ‘virtudes domésticas’ (que son el mejor cimiento de las virtudes públicas) no fueron creaciones cristianas. Y todas las civilizaciones que las ensalzaron no lo hicieron para oprimir a las mujeres, sino para contener los instintos más esclavizantes del ser humano, que esas mismas civilizaciones desembridaron en sus fases de decadencia y decrepitud. Pues, como sabe cualquiera que no esté ofuscada por el naturalismo instintivo, la sexualidad humana es como el agua: benéfica cuando se encauza; destructiva cuando los cauces se desbordan y se rompen los diques. Una sexualidad sometida a constantes reclamos morbosos estraga nuestra sensibilidad, destruye nuestra afectividad, nos corrompe con las fantasías más purulentas, exacerba nuestra concupiscencia hasta convertirnos en bestias babeantes de flujos.
Chesterton nos recordaba que el efecto de tratar la sexualidad como cosa inocente, de lanzar constantes reclamos sexuales, de pregonar los beneficios de una sexualidad desinhibida y desembridada, es que todas las cosas inocentes se empapan de sexualidad. Pero no de una sexualidad limpia y luminosa, como pretenden los demagogos de nuestra época, sino de una sexualidad turbia y putrescente, que no hace sino invadir nuevas zonas de nuestra vida sensible, corrompiéndolas hasta la gangrena. Y a esta labor de exaltación del naturalismo instintivo han colaborado los movimientos feministas, que en lugar de poner cadalsos grotescos a las penosas consecuencias deberían esforzarse en resucitar los frenos morales que se apresuraron a conculcar. De este modo, evitarían ser considerados, dentro de algunos siglos o milenios, causa concurrente en la decadencia y decrepitud de nuestra civilización.
De lo contrario, tendremos que callar, para chupar nuestra propia medicina.
Publicado en XL Semanal.
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