Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

«¡Vamos, vamos que no llegamos!»


Nos han inculcado un sentido del aprovechamiento del tiempo equivocado. Tenemos demasiado miedo a perderlo. Creemos que no hay suficiente, pero "hay un tiempo para todo, todo tiene su momento" (Ecle 3, 1).

por Carmen Castiella

Opinión

“Vamos, vamos, ¡que no llegamos!”
 
Esta frase fea e inquietante metiendo prisa a los niños y a mí misma la repito últimamente con demasiada frecuencia.
 
Mis hijos se han ido a un campamento de ocho días en el Pirineo. Les metí prisa hasta el mismo momento de subirse al autobús. Ahora estarán paseando, comiendo bocatas, con sus cantimploras y sus ampollas por las botas de monte recién estrenadas. Me alegra que vayan a disfrutar de una semana sin prisas, sin apenas horario, sin ruido, sin pantallas, sin bufidos de autobuses, sin el ajetreo que ha supuesto el final de curso, cargado de fiestas en los colegios, exámenes, difícil conciliación de horarios por las jornadas escolares reducidas de junio, cansancio acumulado de todo el curso escolar y mucho calor.
 
Si hay alguien impaciente y con frecuencia víctima de las prisas, soy yo. Es un defecto desagradable para uno mismo y para los demás. Así que estas líneas las escribo principalmente para mí misma.
 
Aturdimiento, sentimiento de hiperresponsabilidad generalizado y adicción a la acción, a los recados, a las listas interminables de asuntos pendientes y a las preocupaciones en un mundo de por sí impaciente y adicto a la velocidad. Qué desasosiego. Y, mientras tanto, suena el móvil, el móvil, el móvil…
 
Apagamos fuegos de un lado a otro, gestionamos crisis con gran eficacia, nuestra jornada es un carrera de obstáculos que vamos sorteando con éxito, pero… ¿cuándo nos paramos a pensar qué origina los fuegos? Einstein respondió cuando le preguntaron qué haría si tuviera que salvar el mundo en una hora: “Dedicaría 55 minutos a definir el problema y sólo cinco a buscar la solución”. Dedicamos demasiado tiempo a la solución y muy poco al correcto diagnóstico, que exige paciencia, observación y reflexión.
 
Vamos, vamos, ¡que no llegamos! Un día y otro.
 
Prisa y precipitación constantes que, aunque parezca contradictorio, restan eficacia a todo lo que hacemos. Nos han inculcado un sentido del aprovechamiento del tiempo equivocado. Tenemos demasiado miedo a perderlo. Creemos que no hay suficiente, pero “hay un tiempo para todo, todo tiene su momento” (Ecle 3, 1).
 
Hacer las cosas más despacio suele implicar hacerlas mejor y, sobre todo, disfrutar del proceso de hacerlas, instalándonos en el presente y no en los resultados, que necesariamente pertenecen al futuro.
 
El tiempo no sólo hay que aprovecharlo, también y, sobre todo, hay que saber regalarlo, saborearlo y a veces, simplemente, dejarlo fluir, dejarlo pasar pacientemente, gastarlo, y, a veces, incluso malgastarlo.
 
Cuánta avaricia con el tiempo, cuánto nos cuesta regalarlo gratis. Y cuánto nos cuesta aceptar tantas veces su lentitud. Somos niños caprichosos y cambiantes.
 
Más allá de las dimensiones de espacio y tiempo que conocemos, está Él.
 
Él, que a su ritmo, mueve el sol y las estrellas. Párate y haz tu intersección con la eternidad.  Entonces el tiempo adquiere su verdadero sentido.
 
Aceptar nuestra condición temporal implica también amar la lentitud. Podemos empezar por aceptar la lentitud de nuestros hijos. Recuperemos la capacidad de “esperar”. Paciencia. “La prisa es violenta pero la ternura es lenta” (Bergson).
 
Hoy no tengo prisa.
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