Timos para filántropos
La filantropía es la parodia aberrante de la caridad: mientras la caridad necesita "encarnarse" en un cuerpo cierto, la filantropía necesita "desencarnarse" en abstracciones fatuas y pomposas.
Han causado gran consternación y escándalo los timos urdidos por truhanes como los padres de la niña Nadia Nerea, o más recientemente ese Paco Sanz que afirmaba estar infestado de unos raros tumores inexistentes. En realidad, tales timos no hacen sino repetir los que perpetraban nuestros pícaros, que como nos cuenta Mateo Alemán en el Guzmán de Alfarache andaban descoloridos «para mover a la piedad que no se les debe, fingiendo otras maneras e invenciones para este efecto y haciéndose mudos y ciegos no lo siendo, y torciendo a sus hijos pies o manos, y cegándoles, que son cosas dignas de llorar». Al emular las hazañas de nuestros pícaros del Siglo de Oro, estos truhanes nos prueban que son españolísimos, casi tanto como nosotros hipócritas.
De estos truhanes se dice siempre que se aprovechan de la buena voluntad de la gente; pero yo más bien creo que se aprovechan de nuestra mala conciencia, que es el rasgo distintivo del filántropo. La filantropía es la parodia aberrante de la caridad: mientras la caridad necesita ‘encarnarse’ en un cuerpo cierto, la filantropía necesita ‘desencarnarse’ en abstracciones fatuas y pomposas; mientras la caridad se agacha y se ensucia, la filantropía es profiláctica y tiene siempre a mano un mando a distancia; mientras la caridad es crudamente carnal, la filantropía puede permitirse el lujo de ser muy cocinadamente idealista. La filantropía ama a la Humanidad en general, que no tiene rostro, y se escaquea del hombre en concreto, que nos compromete demasiado. Como decía aquel filántropo que se pasea por las páginas de Los hermanos Karamazov: «Más de una vez he soñado servir a la Humanidad con pasión y quizás hubiera subido al calvario por mis semejantes, si hubiera hecho falta; pero no puedo vivir con una persona dos días seguidos en la misma habitación, lo sé por experiencia. En cuanto siento a alguien cerca de mí, su personalidad oprime mi amor propio y estorba mi libertad. En veinticuatro horas puedo cogerle manía a la mejor persona: al uno porque se queda demasiado tiempo a la mesa, al otro porque está resfriado y no hace más que estornudar». Esta filantropía sin sobremesa ni estornudos, burocrática y aséptica, es la que excitan los telemaratones solidarios, los apadrinamientos de niños malayos, las colectas a favor de los damnificados por un terremoto en Sebastopol o una epidemia en Pernambuco. Y así, colaborando con estas causas remotas y aspaventeras, los hombres sin caridad podemos acallar nuestra mala conciencia, disfrutando por un módico precio (¡y sin movernos del sofá!) de un sucedáneo la mar de apañado.
Estos truhanes nos tienen bien calados. Han descubierto que basta cualquier estímulo sensiblero (acompañado, por supuesto, de un número de cuenta) para que nos desvivamos por ayudar a los damnificados por un ciclón o una plaga de langosta, allá en los arrabales del atlas, aunque a la vez seamos incapaces de compadecernos ante el sufrimiento de nuestra prima desahuciada por el cáncer, de nuestro vecino deprimido tras la viudez, del mendigo que se arrebuja en una manta a la vuelta de la esquina. Y se han dicho, con muy atinada socarronería: «Si estos caraduras que ignoran las calamidades de sus prójimos, porque oprimen su amor propio y estorban su libertad (a la prima hay que cambiarle el orinal, el vecino lloriquea sin descanso, el mendigo de la esquina hiede a vómito y vino regurgitado), en cambio pierden el culo por socorrer a los remotísimos niños del Congo o a las ancianitas de la Cochinchina, ¿por qué no se habrían de desvivir también por mí, que como los niños del Congo o las ancianitas de la Cochinchina soy un mero ectoplasma televisivo? Bastará con que les facilite un número de cuenta y haga unos cuantos pucheritos ante la cámara; y, puesto que no soy un cuerpo cierto al que tengan que cuidar, me soltarán de inmediato la guita. Y así se sentirán a gusto, porque habrán acallado sus remordimientos».
En efecto, los timos de truhanes como Paco Sanz o los padres de la niña Nadia Nerea no son sino el impuesto (muy liviano y llevadero) que pagamos por mantener tranquila nuestra muy filantrópica conciencia. Son el mínimo castigo que se merece una generación corrupta como la nuestra, tan sensible ante el sufrimiento que nos llega envasado al vacío, envuelto en el envase profiláctico de un telediario o un hashtag, y tan refractaria al dolor de los que estornudan y alargan la sobremesa, de los que hieden, lloriquean y orinan y ni siquiera tienen el decoro de espiritualizarse y convertirse en ectoplasmas, en vídeos de YouTube, en eslóganes retuiteados, para que podamos convertirlos gustosamente en destinatarios de nuestra filantropía desencarnada.
Publicado en XLSemanal.
De estos truhanes se dice siempre que se aprovechan de la buena voluntad de la gente; pero yo más bien creo que se aprovechan de nuestra mala conciencia, que es el rasgo distintivo del filántropo. La filantropía es la parodia aberrante de la caridad: mientras la caridad necesita ‘encarnarse’ en un cuerpo cierto, la filantropía necesita ‘desencarnarse’ en abstracciones fatuas y pomposas; mientras la caridad se agacha y se ensucia, la filantropía es profiláctica y tiene siempre a mano un mando a distancia; mientras la caridad es crudamente carnal, la filantropía puede permitirse el lujo de ser muy cocinadamente idealista. La filantropía ama a la Humanidad en general, que no tiene rostro, y se escaquea del hombre en concreto, que nos compromete demasiado. Como decía aquel filántropo que se pasea por las páginas de Los hermanos Karamazov: «Más de una vez he soñado servir a la Humanidad con pasión y quizás hubiera subido al calvario por mis semejantes, si hubiera hecho falta; pero no puedo vivir con una persona dos días seguidos en la misma habitación, lo sé por experiencia. En cuanto siento a alguien cerca de mí, su personalidad oprime mi amor propio y estorba mi libertad. En veinticuatro horas puedo cogerle manía a la mejor persona: al uno porque se queda demasiado tiempo a la mesa, al otro porque está resfriado y no hace más que estornudar». Esta filantropía sin sobremesa ni estornudos, burocrática y aséptica, es la que excitan los telemaratones solidarios, los apadrinamientos de niños malayos, las colectas a favor de los damnificados por un terremoto en Sebastopol o una epidemia en Pernambuco. Y así, colaborando con estas causas remotas y aspaventeras, los hombres sin caridad podemos acallar nuestra mala conciencia, disfrutando por un módico precio (¡y sin movernos del sofá!) de un sucedáneo la mar de apañado.
Estos truhanes nos tienen bien calados. Han descubierto que basta cualquier estímulo sensiblero (acompañado, por supuesto, de un número de cuenta) para que nos desvivamos por ayudar a los damnificados por un ciclón o una plaga de langosta, allá en los arrabales del atlas, aunque a la vez seamos incapaces de compadecernos ante el sufrimiento de nuestra prima desahuciada por el cáncer, de nuestro vecino deprimido tras la viudez, del mendigo que se arrebuja en una manta a la vuelta de la esquina. Y se han dicho, con muy atinada socarronería: «Si estos caraduras que ignoran las calamidades de sus prójimos, porque oprimen su amor propio y estorban su libertad (a la prima hay que cambiarle el orinal, el vecino lloriquea sin descanso, el mendigo de la esquina hiede a vómito y vino regurgitado), en cambio pierden el culo por socorrer a los remotísimos niños del Congo o a las ancianitas de la Cochinchina, ¿por qué no se habrían de desvivir también por mí, que como los niños del Congo o las ancianitas de la Cochinchina soy un mero ectoplasma televisivo? Bastará con que les facilite un número de cuenta y haga unos cuantos pucheritos ante la cámara; y, puesto que no soy un cuerpo cierto al que tengan que cuidar, me soltarán de inmediato la guita. Y así se sentirán a gusto, porque habrán acallado sus remordimientos».
En efecto, los timos de truhanes como Paco Sanz o los padres de la niña Nadia Nerea no son sino el impuesto (muy liviano y llevadero) que pagamos por mantener tranquila nuestra muy filantrópica conciencia. Son el mínimo castigo que se merece una generación corrupta como la nuestra, tan sensible ante el sufrimiento que nos llega envasado al vacío, envuelto en el envase profiláctico de un telediario o un hashtag, y tan refractaria al dolor de los que estornudan y alargan la sobremesa, de los que hieden, lloriquean y orinan y ni siquiera tienen el decoro de espiritualizarse y convertirse en ectoplasmas, en vídeos de YouTube, en eslóganes retuiteados, para que podamos convertirlos gustosamente en destinatarios de nuestra filantropía desencarnada.
Publicado en XLSemanal.
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