Paternidad excesiva
Una actitud excesiva anula al niño y acaba por perjudicarlo. Es más sano para él sentir que sus padres no han renunciado a su vida de adultos. Así no se sentirán culpables cuando ejerzan su deseo de autonomía y comiencen a hacer su vida. Y los padres no se sentirán defraudados con tanta facilidad…
por Carmen Castiella
Me limito a lanzar algunas reflexiones como madre en proceso de aprendizaje, desconcertada e insegura muchas veces sobre si lo que hago será lo mejor para mis hijos. No pretenden ser consejos y menos aún recetas, muy útiles para hacer bizcochos y muy peligrosas para criar niños.
Y ya que no tenemos recetas, utilicemos al menos buenos ingredientes. Creo que la mejor educación es una convivencia familiar sana y armónica, libre de teorías pedagógicas. Convivencia a menudo plagada de tensiones y dificultades con las que templar el alma.
Ahí van mis reflexiones:
El niño en la periferia, no en el centro del grupo
Pretendo parodiar una actitud en la que yo misma he caído más de una vez cuando giro en exceso en torno a mis hijos y les hago sentir lo que no son: el centro del universo. El riesgo de quererles con locura es que a veces les hacemos ocupar un lugar que en realidad les perjudica: el centro del grupo, cuando crecen más sanos y equilibrados en la periferia.
Una actitud excesiva anula al niño y acaba por perjudicarlo. Es más sano para él sentir que sus padres no han renunciado a su vida de adultos. Así no se sentirán culpables cuando ejerzan su deseo de autonomía y comiencen a hacer su vida. Y los padres no se sentirán defraudados con tanta facilidad…
Cuántas veces hemos sido esos padres bienintencionados que sacrifican su tiempo, sus amistades e intereses por sus pequeños “ídolos”. Dejamos cualquier cosa que estemos haciendo para llevarles y traerles y aprovechamos cualquier momento para enseñarles y halagarles, tratando de aumentar obsesivamente su autoestima. El aforo completo pendiente de un niño que, iluminado por todos los focos y a falta de guión, decide cogerse una rabieta. Qué aturdimiento.
Por un lado, parece que los padres pasamos menos tiempo con nuestros hijos como consecuencia de la incorporación de la mujer al mercado laboral, los interminables horarios de trabajo, etc. Pero, por otro lado, y quizás por la culpabilidad generada por esta situación, la familia nunca se ha centrado tanto en el niño como hoy. Creo que vivimos la maternidad/paternidad de un modo demasiado intenso, nos concentramos excesivamente en nuestros hijos.
El niño no necesita tanto. Y quizás sí necesiten algo más de nosotros otros miembros de la familia que siempre habitan la periferia, reducidos muchas veces a su rol de abuelos: nuestros mayores. Por no hablar de nuestra vida de pareja.
¿Qué pensáis?
Hijos perfectos; padres desbordados
Otra actitud relacionada con la primera y que aquí llevo al extremo para parodiarla, es la del adulto obsesionado con su éxito y desarrollo personal que, cuando se decide a ser padre, lleva ya la mochila cargada de frustraciones que proyectar y el niño corre serio peligro de convertirse en su nuevo proyecto personal, su último tren.
Los padres viven un tiempo confiados en el potencial ilimitado de sus hijos. Todo es cuestión de tiempo y constancia, mientras observan y se preocupan por cualquier detalle de la evolución y desarrollo de sus retoños, problematizando cada mínima dificultad en el aprendizaje.
Así, es cierto que se observan padres estresados llevando niños a entrenamientos y extraescolares continuas, transmitiendo a los hijos que la vida es una carrera para “hacerlo todo, hacerlo bien y conseguir éxito y prestigio”. Cada segundo cuenta. Vamos, vamos, que no llegamos…Imponen a toda la familia un ritmo frenético para que el niño llegue a su lección de violín, que no le apetece lo más mínimo, en lugar de quedarse jugando en su habitación o bajar al parque.
El exponente de esta locura son los niños de cuatro años que aprenden chino o hacen Kumon en sus ratos libres. Una fábrica de explotación infantil levantada por padres bienintencionados. En las cadenas de montaje suena la banda sonora de Baby Einstein, mientras las madres sueñan con conferencias magistrales y becas en Harvard.
Qué contraste con nuestra infancia. Niños que jugábamos durante horas sin intentar que nuestros padres participaran en nuestros juegos. Niños que nunca tuvimos un juego presuntamente “educativo” y que, a ratos, los menos, nos aburríamos, sin que el aburrimiento fuera un problema. Es cierto: no ha habido ningún premio Nobel en el barrio, pero tuvimos infancia.
Por si a alguien le interesa leer sobre los temas planteados, el libro Generation ME de la psicóloga americana Jean Twenge trata sobre las consecuencias de la hiperpaternidad; es muy interesante aunque todavía no está publicado en castellano (se puede consultar en Generation ME). Sobre paternidad excesiva: Carl Honoré (Bajo presión y Elogio de la lentitud) y Betsy Hart (Sin miedo a educar).
Y ya que no tenemos recetas, utilicemos al menos buenos ingredientes. Creo que la mejor educación es una convivencia familiar sana y armónica, libre de teorías pedagógicas. Convivencia a menudo plagada de tensiones y dificultades con las que templar el alma.
Ahí van mis reflexiones:
El niño en la periferia, no en el centro del grupo
Pretendo parodiar una actitud en la que yo misma he caído más de una vez cuando giro en exceso en torno a mis hijos y les hago sentir lo que no son: el centro del universo. El riesgo de quererles con locura es que a veces les hacemos ocupar un lugar que en realidad les perjudica: el centro del grupo, cuando crecen más sanos y equilibrados en la periferia.
Una actitud excesiva anula al niño y acaba por perjudicarlo. Es más sano para él sentir que sus padres no han renunciado a su vida de adultos. Así no se sentirán culpables cuando ejerzan su deseo de autonomía y comiencen a hacer su vida. Y los padres no se sentirán defraudados con tanta facilidad…
Cuántas veces hemos sido esos padres bienintencionados que sacrifican su tiempo, sus amistades e intereses por sus pequeños “ídolos”. Dejamos cualquier cosa que estemos haciendo para llevarles y traerles y aprovechamos cualquier momento para enseñarles y halagarles, tratando de aumentar obsesivamente su autoestima. El aforo completo pendiente de un niño que, iluminado por todos los focos y a falta de guión, decide cogerse una rabieta. Qué aturdimiento.
Por un lado, parece que los padres pasamos menos tiempo con nuestros hijos como consecuencia de la incorporación de la mujer al mercado laboral, los interminables horarios de trabajo, etc. Pero, por otro lado, y quizás por la culpabilidad generada por esta situación, la familia nunca se ha centrado tanto en el niño como hoy. Creo que vivimos la maternidad/paternidad de un modo demasiado intenso, nos concentramos excesivamente en nuestros hijos.
El niño no necesita tanto. Y quizás sí necesiten algo más de nosotros otros miembros de la familia que siempre habitan la periferia, reducidos muchas veces a su rol de abuelos: nuestros mayores. Por no hablar de nuestra vida de pareja.
¿Qué pensáis?
Hijos perfectos; padres desbordados
Otra actitud relacionada con la primera y que aquí llevo al extremo para parodiarla, es la del adulto obsesionado con su éxito y desarrollo personal que, cuando se decide a ser padre, lleva ya la mochila cargada de frustraciones que proyectar y el niño corre serio peligro de convertirse en su nuevo proyecto personal, su último tren.
Los padres viven un tiempo confiados en el potencial ilimitado de sus hijos. Todo es cuestión de tiempo y constancia, mientras observan y se preocupan por cualquier detalle de la evolución y desarrollo de sus retoños, problematizando cada mínima dificultad en el aprendizaje.
Así, es cierto que se observan padres estresados llevando niños a entrenamientos y extraescolares continuas, transmitiendo a los hijos que la vida es una carrera para “hacerlo todo, hacerlo bien y conseguir éxito y prestigio”. Cada segundo cuenta. Vamos, vamos, que no llegamos…Imponen a toda la familia un ritmo frenético para que el niño llegue a su lección de violín, que no le apetece lo más mínimo, en lugar de quedarse jugando en su habitación o bajar al parque.
El exponente de esta locura son los niños de cuatro años que aprenden chino o hacen Kumon en sus ratos libres. Una fábrica de explotación infantil levantada por padres bienintencionados. En las cadenas de montaje suena la banda sonora de Baby Einstein, mientras las madres sueñan con conferencias magistrales y becas en Harvard.
Qué contraste con nuestra infancia. Niños que jugábamos durante horas sin intentar que nuestros padres participaran en nuestros juegos. Niños que nunca tuvimos un juego presuntamente “educativo” y que, a ratos, los menos, nos aburríamos, sin que el aburrimiento fuera un problema. Es cierto: no ha habido ningún premio Nobel en el barrio, pero tuvimos infancia.
Por si a alguien le interesa leer sobre los temas planteados, el libro Generation ME de la psicóloga americana Jean Twenge trata sobre las consecuencias de la hiperpaternidad; es muy interesante aunque todavía no está publicado en castellano (se puede consultar en Generation ME). Sobre paternidad excesiva: Carl Honoré (Bajo presión y Elogio de la lentitud) y Betsy Hart (Sin miedo a educar).
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