Redes sociales: náufragos pidiendo atención a gritos
La necesidad de ser visto y leído a cada minuto para sentirse vivo se extiende como una pandemia. Es un juego peligroso: tener pocos ´me gusta´ o ser ignorados puede provocar una auténtica tragedia personal para los adolescentes o los más vulnerables
por Carmen Castiella
Las redes sociales destilan soledad, aburrimiento y empobrecimiento cultural.
Sí. Me apetece llevar el argumento al extremo. Sé que lo que digo tiene mil matices, que también hay quien se conecta con fines educativos, solidarios, que hay comunidades útiles sobre intereses similares, que las redes permiten conectar con antiguos compañeros y un sinfín de razones muy razonables para utilizarlas… Se puede argumentar y defender prácticamente todo porque la realidad, especialmente hoy en día, es muy compleja.
Pero son razones menores que no justifican las inmensas Torres de Babel que nos tienen presos en una incomunicación total. Es mucho más lo que quitan que lo que dan. Mantienen al mundo conectado y en interacción, pero ¿a qué precio?
El número infinito de bloggers pidiendo atención a gritos debería empezar a preocuparnos. Egobloggers, ¡hay vida más allá del YO!
Cuánta palabra inútil y falta de comunicación real, cuánta información y cuánta falta de conocimiento. Esto empieza a ser una locura, una mezcla de exhibicionismo, vulgaridad y dispersión. El valor de la palabra se mide en likes y el de las personas en el número de amigos en Facebook. En Instagram cada uno compite con su “mejor escena” y, aunque es obvio que fotos bonitas no implican vidas perfectas, hay una especie de competición virtual inquietante. Es la versión actual de la cultura de la mirilla.
La necesidad de ser visto y leído a cada minuto para sentirse vivo se extiende como una pandemia. Es un juego peligroso: tener pocos ‘me gusta’ o ser ignorados puede provocar una auténtica tragedia personal para los adolescentes o los más vulnerables. ¿No hay likes o comentarios? Suenan los grillos. Y suenan como lobos…
Me abruma pensar en el tiempo perdido por tantas personas, que podía haber sido mejor empleado simplemente en vivir la propia vida y la propia interioridad sin necesidad de exponerla continuamente a la mirada de los demás.
Apaguemos el móvil al llegar a casa. OFF, OFF, OFF. Acostumbremos a los demás a que respeten nuestro tiempo en familia. ¿De qué nos sirve hablar de conciliación si tenemos al enemigo en casa? Me sorprende lo poco que se habla a estas alturas de cómo el uso excesivo del móvil contribuye directamente al deterioro de las relaciones familiares y de pareja.
Quizás ésta haya sido la primera y peor época de las redes sociales. Quizás dentro de un tiempo hayamos sido capaces de domar nuestra sociabilidad digital, de ordenarla, de no dejar que nos devore en vida y ya no escupamos nuestro gregarismo las veinticuatro horas del día en la pantalla ajena. Pero está claro que la estupidez, el aburrimiento y la soledad le han ganado el primer round a la humanidad en la era digital.
¿Creéis que dramatizo?
Sí. Me apetece llevar el argumento al extremo. Sé que lo que digo tiene mil matices, que también hay quien se conecta con fines educativos, solidarios, que hay comunidades útiles sobre intereses similares, que las redes permiten conectar con antiguos compañeros y un sinfín de razones muy razonables para utilizarlas… Se puede argumentar y defender prácticamente todo porque la realidad, especialmente hoy en día, es muy compleja.
Pero son razones menores que no justifican las inmensas Torres de Babel que nos tienen presos en una incomunicación total. Es mucho más lo que quitan que lo que dan. Mantienen al mundo conectado y en interacción, pero ¿a qué precio?
El número infinito de bloggers pidiendo atención a gritos debería empezar a preocuparnos. Egobloggers, ¡hay vida más allá del YO!
Cuánta palabra inútil y falta de comunicación real, cuánta información y cuánta falta de conocimiento. Esto empieza a ser una locura, una mezcla de exhibicionismo, vulgaridad y dispersión. El valor de la palabra se mide en likes y el de las personas en el número de amigos en Facebook. En Instagram cada uno compite con su “mejor escena” y, aunque es obvio que fotos bonitas no implican vidas perfectas, hay una especie de competición virtual inquietante. Es la versión actual de la cultura de la mirilla.
La necesidad de ser visto y leído a cada minuto para sentirse vivo se extiende como una pandemia. Es un juego peligroso: tener pocos ‘me gusta’ o ser ignorados puede provocar una auténtica tragedia personal para los adolescentes o los más vulnerables. ¿No hay likes o comentarios? Suenan los grillos. Y suenan como lobos…
Me abruma pensar en el tiempo perdido por tantas personas, que podía haber sido mejor empleado simplemente en vivir la propia vida y la propia interioridad sin necesidad de exponerla continuamente a la mirada de los demás.
Apaguemos el móvil al llegar a casa. OFF, OFF, OFF. Acostumbremos a los demás a que respeten nuestro tiempo en familia. ¿De qué nos sirve hablar de conciliación si tenemos al enemigo en casa? Me sorprende lo poco que se habla a estas alturas de cómo el uso excesivo del móvil contribuye directamente al deterioro de las relaciones familiares y de pareja.
Quizás ésta haya sido la primera y peor época de las redes sociales. Quizás dentro de un tiempo hayamos sido capaces de domar nuestra sociabilidad digital, de ordenarla, de no dejar que nos devore en vida y ya no escupamos nuestro gregarismo las veinticuatro horas del día en la pantalla ajena. Pero está claro que la estupidez, el aburrimiento y la soledad le han ganado el primer round a la humanidad en la era digital.
¿Creéis que dramatizo?
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