En defensa de la debilidad
Jesús fundó su Iglesia sobre hombres débiles; o, dicho más exactamente, fundó su Iglesia contando con la debilidad de los hombres. En esto se distingue de casi todas las instituciones humanas, que han sido fundadas sin contar con esta debilidad; y que, al no contar con ella, están condenadas inexorablemente a la extinción.
Escribía Chesterton, tan aficionado a las paradojas, que Jesús «no eligió como piedra fundamental al místico Juan, sino a un pillastre, un fanfarrón, un cobarde. Todos los imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados sobre hombres fuertes y sobre hombros vigorosos. Sólo la Iglesia fue fundada sobre un hombre débil, y por esa razón es indestructible». Los epítetos que emplea Chesterton para referirse a Pedro pueden parecernos excesivos, sobre todo si los comparamos con el epíteto laudatorio que dedica a Juan. Pero, en realidad, tampoco el «místico Juan» era un dechado de virtudes: sabemos que era de carácter iracundo (como demuestra su apodo de ‘hijo del trueno’) y también un punto vanidoso, como demuestra el hecho de que solicitara sin rubor (¡y utilizando a su madre como correveidile!) un lugar de privilegio en el cielo. Pero Chesterton carga las tintas al describirnos a Pedro para que reparemos en una realidad escandalosa: Jesús fundó su Iglesia sobre hombres débiles; o, dicho más exactamente, fundó su Iglesia contando con la debilidad de los hombres. En esto se distingue de casi todas las instituciones humanas, que han sido fundadas sin contar con esta debilidad; y que, al no contar con ella, están condenadas inexorablemente a la extinción.
Observemos, por ejemplo, el funcionamiento de los partidos políticos, que tratan de ser sucedáneos religiosos, sectas organizadas siguiendo el modelo de organización eclesiástica. Resulta, en verdad, irrisorio que cada vez que aparece un nuevo partido político, sus líderes pretendan -en un rasgo de puritanismo irrisorio- posar ante los ojos de las masas cretinizadas como hombres sin tacha, impolutos y dispuestos -cual Hércules redivivos- a limpiar los establos de Augias de la corrupción que los viejos partidos ampararon y promovieron. Naturalmente, cuando estos presuntos hombres impecables alcanzan el poder, no tardan en mostrarse tan vulnerables a las lacras que antes denunciaban como sus predecesores, o incluso más. Sólo el hombre que se reconoce débil, que se sabe herido por las flaquezas propias de la naturaleza humana, puede aspirar a vencerlas; pues sólo quien humildemente se reconoce hecho de barro puede aspirar a alzarse de su abyección, con ayuda de sus semejantes y con el auxilio de la gracia divina. El hombre que se cree impecable no confía en la ayuda de sus semejantes (pues, por lo común, es un individualista que trata a los demás como a subalternos); y mucho menos reclama el auxilio divino, pues considera que Dios es una creación de débiles mentales. Y, cuanto más encumbrado está, más hundido termina en el barro: así hemos visto desmoronarse muchos falsos prestigios, muchas ambiciones desnortadas, muchos imperios triunfantes.
Hay un pasaje muy hermoso en el Evangelio de Juan, en el que Jesús resucitado se aparece a Pedro, a orillas del lago Tiberíades. Es un encuentro sumamente embarazoso para Pedro, que ha traicionado a su amigo apenas unos días antes, por cobardía o afán de supervivencia, negándolo hasta tres veces después de prometerle lealtad incondicional. Y Jesús, por su parte, sabe que esa traición ha sido consecuencia de la debilidad de su amigo; y sabe también que su amigo está más corrido que una mona y mohíno por su falta de coraje. Entonces Jesús, dispuesto a olvidar pasados deslices, pregunta a bocajarro a su amigo: «¿Me amas?». Se lo pregunta empleando el verbo agapáo, que significa amar sin reservas, con una donación completa, exclusiva, tal vez sobrehumana. Y Pedro le responde afirmativamente, pero con el más modesto verbo filéo, que expresa el amor tierno y entregado, pero a la postre frágil y defectuoso, propio de los hombres débiles. Jesús interpela tres veces a Pedro, como tres habían sido las veces que su amigo le había negado anteriormente, pero en la tercera se pone a su altura y emplea el verbo filéo, porque se da cuenta de que no puede exigir a su amigo más de lo que su frágil naturaleza puede brindarle, porque entiende que en su amor humano, que tropieza y cae y sin embargo se vuelve a levantar dispuesto a proseguir sin titubeos, hay mayor abnegación que en el amor que se cree vacunado contra todos los tropiezos.
Contando con la debilidad de los hombres -la debilidad de los pillastres, los fanfarrones, los cobardes- se pueden fundar las empresas más duraderas e indestructibles. En cambio, todos los imperios fundados sobre la fortaleza y la soberbia de los puritanos se revelaron -como diría Jorge Manrique- «verduras de las eras».
Publicado en XL Semanal.
Observemos, por ejemplo, el funcionamiento de los partidos políticos, que tratan de ser sucedáneos religiosos, sectas organizadas siguiendo el modelo de organización eclesiástica. Resulta, en verdad, irrisorio que cada vez que aparece un nuevo partido político, sus líderes pretendan -en un rasgo de puritanismo irrisorio- posar ante los ojos de las masas cretinizadas como hombres sin tacha, impolutos y dispuestos -cual Hércules redivivos- a limpiar los establos de Augias de la corrupción que los viejos partidos ampararon y promovieron. Naturalmente, cuando estos presuntos hombres impecables alcanzan el poder, no tardan en mostrarse tan vulnerables a las lacras que antes denunciaban como sus predecesores, o incluso más. Sólo el hombre que se reconoce débil, que se sabe herido por las flaquezas propias de la naturaleza humana, puede aspirar a vencerlas; pues sólo quien humildemente se reconoce hecho de barro puede aspirar a alzarse de su abyección, con ayuda de sus semejantes y con el auxilio de la gracia divina. El hombre que se cree impecable no confía en la ayuda de sus semejantes (pues, por lo común, es un individualista que trata a los demás como a subalternos); y mucho menos reclama el auxilio divino, pues considera que Dios es una creación de débiles mentales. Y, cuanto más encumbrado está, más hundido termina en el barro: así hemos visto desmoronarse muchos falsos prestigios, muchas ambiciones desnortadas, muchos imperios triunfantes.
Hay un pasaje muy hermoso en el Evangelio de Juan, en el que Jesús resucitado se aparece a Pedro, a orillas del lago Tiberíades. Es un encuentro sumamente embarazoso para Pedro, que ha traicionado a su amigo apenas unos días antes, por cobardía o afán de supervivencia, negándolo hasta tres veces después de prometerle lealtad incondicional. Y Jesús, por su parte, sabe que esa traición ha sido consecuencia de la debilidad de su amigo; y sabe también que su amigo está más corrido que una mona y mohíno por su falta de coraje. Entonces Jesús, dispuesto a olvidar pasados deslices, pregunta a bocajarro a su amigo: «¿Me amas?». Se lo pregunta empleando el verbo agapáo, que significa amar sin reservas, con una donación completa, exclusiva, tal vez sobrehumana. Y Pedro le responde afirmativamente, pero con el más modesto verbo filéo, que expresa el amor tierno y entregado, pero a la postre frágil y defectuoso, propio de los hombres débiles. Jesús interpela tres veces a Pedro, como tres habían sido las veces que su amigo le había negado anteriormente, pero en la tercera se pone a su altura y emplea el verbo filéo, porque se da cuenta de que no puede exigir a su amigo más de lo que su frágil naturaleza puede brindarle, porque entiende que en su amor humano, que tropieza y cae y sin embargo se vuelve a levantar dispuesto a proseguir sin titubeos, hay mayor abnegación que en el amor que se cree vacunado contra todos los tropiezos.
Contando con la debilidad de los hombres -la debilidad de los pillastres, los fanfarrones, los cobardes- se pueden fundar las empresas más duraderas e indestructibles. En cambio, todos los imperios fundados sobre la fortaleza y la soberbia de los puritanos se revelaron -como diría Jorge Manrique- «verduras de las eras».
Publicado en XL Semanal.
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