Tres cualidades del buen gobernante
Un gran profesor de Filosofía recientemente fallecido, don Rafael Alvira, solía decir a sus alumnos que la primera escuela de formación del buen gobernante es la familia. Es allí donde se comienzan a cultivar las virtudes: la comprensión, la solidaridad, el respeto, el perdón, etc. Las clases de Business Ethics, comparadas con la familia, son algo secundario. Porque el buen gobernante se caracteriza en primer lugar por el ejercicio de las virtudes. No solo por el conocimiento teórico, sino sobre todo con el ejercicio práctico. Y estas virtudes, que tienden a agruparse unas con otras, son el mejor cimiento para cumplir con los deberes morales.
La virtud de la justicia aparece muy bien reflejada en la película El intendente Sansho (1954), dirigida por Kenji Mizoguchi. Además de la soberbia interpretación de los actores, entre los que destaca la sobrecogedora actuación de la actriz Kinuyo Tanaka, lo más significativo de la película es el profundo mensaje que intenta transmitir. Sin desentrañar el argumento, cabe decir que se proclama como virtud principal del gobernante la búsqueda de la justicia. Sobre todo la defensa de los oprimidos, los débiles, los olvidados. Ahora bien, lo más revelador y profundo de este mensaje es que el protagonista principal abandona su cargo de alcalde una vez cumplida su misión. Y aquí está el núcleo del mensaje: la búsqueda de la justicia como deber, como misión y sobre todo sin buscar ninguna prerrogativa, beneficio o prebenda. El alcalde abandona voluntariamente su cargo porque lo importante para él no era el cargo, sino hacer uso de él para promover la justicia.
Una revisión sobre 'El intendente Sansho', con una frase que transmite a su hija como legado: "Si una persona no siente la caridad, no es una persona. Incluso ante tu enemigo hay que sentir caridad. Recuerda: todos los seres humanos son iguales y no se les puede privar de libertad".
Por su parte, Santo Tomás Moro (1478-1535) pone de manifiesto otra de las grandes virtudes de un buen gobernante: la defensa de la verdad ante cualquier intento del tirano de ocultarla, desfigurarla o negarla. El largo proceso en que se vio envuelto Tomás Moro para defenderse de las acusaciones demuestra que no se entregó fácilmente al martirio. Como Lord Canciller, tenía un conocimiento exhaustivo de los recursos de la legislación. Hizo uso de este conocimiento hasta el último momento. Pero una vez que aceptó su injusta condena, sin renunciar en ningún momento a sostener impávido lo que él estimaba que era la verdad, caminó con paso firme y decidido hacia el cadalso. No se trata, pues, del ascenso y caída de un político, sino del ascenso y eternidad de un hombre de honor, de un verdadero cristiano.
La confrontación entre Enrique VIII (Robert Shaw) y Sir Tomás Moro (Paul Scofield) en 'Un hombre para la eternidad' (1966) de Fred Zinnemann.
Sin la verdad no puede haber libertad. No es posible que podamos hacer uso de la libertad sin saber con precisión entre qué opciones podemos elegir en cada momento. Sin la libertad los ciudadanos dejan de serlo para convertirse en meros esclavos del poder. Un poder que puede llegar a convertirse en una bestia formidable y despiadada, que exige ser adorada por medio de la inmolación del individuo.
La defensa de la vida del ser humano desde su concepción hasta su muerte natural es otra cualidad del buen gobernante. Por supuesto que hay que defender y respetar la vida de los animales y las plantas. También hay que respetar y defender las aguas del mar y de los ríos; el paisaje, las montañas, el aire puro. Pero todo eso está necesariamente subordinado al ser humano. ¿Acaso no es asombroso el nacimiento de un cachorro de león? Sí, pero el del ser humano mucho más. ¿No es maravilloso el canto del ruiseñor? Sí, pero el canto del ser humano mucho más. ¿No es sobrecogedora la defensa que hace la vaca de su ternero? Sí, pero la defensa de la madre a su hijo muchísimo más.
Algunos teólogos han llegado a pensar, yo creo que acertadamente, que el Diablo odia el nacimiento de un ser humano. Su envidia hacia los hombres le conduce a desear que dejen de existir, y por lo tanto, que dejen de nacer. Porque cada ser humano que nace es una prueba del amor de Dios hacia él, una demostración del enorme misterio de la vida humana y de su tremenda dignidad. El nacimiento de un bebé es el misterio con mayúsculas de la naturaleza. Y el Diablo odia, aborrece, detesta los misterios. Desea por encima de todo reducir lo asombroso a lo manifiesto, lo incomprensible a lo patente. Una tendencia que se va extendiendo hoy a todos los aspectos de la vida humana, que es en sí misma misteriosa e insospechada.
A estas tres cualidades se pueden añadir, naturalmente, otras. Pero con ello solo veríamos alejarse cada vez más la posibilidad de encontrar un buen gobernante. Necesitamos sin duda gobernantes que entusiasmen al pueblo y lo encaminen hacia el bien común, no hacia el interés general; que fomenten la solidaridad y la concordia, no el individualismo. Podemos preguntarnos si no será otro de los objetivos del Diablo impedir por todos los medios que surjan buenos gobernantes. Porque la existencia de un buen gobernante podría conducirnos a pensar en una Providencia del mundo.