Unas manos pequeñitas
Cuando visito alguna de las buenas librerías, que afortunadamente siguen abriendo sus puertas, suelo comprar, entre otros géneros y materias, algunos libros de poesía.
En la última visita cayó en mis manos un libro que a primera vista me pareció interesante. Después de una reposada lectura me ha resultado sorprendente, profundo, tierno y magnífico.
Su título es Maternidad y se trata de una antología de poemas de autoras que han escrito y publicado en castellano. La edición la ha realizado Inmaculada Moreno para Ediciones Renacimiento.
Se recogen en orden cronológico poemas de Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Concha Méndez, Ester de Andreis, Ángela Figuera Aymerich, Dulce María Loinaz, Ernestina de Champourcin y otras muchas, hasta cuarenta y dos escritoras. Los temas explorados son el nacimiento de un hijo, la esterilidad, los hijos fallecidos, canciones de cuna, etc.
El amante de la poesía busca autores y autoras de calidad. En esta ocasión nos encontramos con muchos poemas de gran calidad, en algunos casos de extraordinaria altura y belleza. Personalmente siento debilidad por la poesía de Dulce María Loynaz y Gabriela Mistral, pero reconozco y admiro también la gran calidad de las demás poetisas que aparecen en esta antología.
Se trata de escritoras de altísima sensibilidad que expresan con un gran dominio del lenguaje la mirada maternal hacia un fenómeno único, irrepetible y sorprendente. Pues eso es el nacimiento de un hijo o de una hija, un fenómeno absolutamente maravilloso y sobrecogedor. Una experiencia única ante la que solo cabe el asombro, la admiración y la sorpresa.
Los artistas contemplan lo cotidiano con otros ojos, descubren en las cosas más habituales de nuestra vida reflejos de un mundo nuevo y asombroso.
Fundamentalmente, creo yo, la obra de arte, en cualquiera de sus géneros, aspira a la verdad. Esto, que sucede con todos los temas, se ensancha de modo inusitado al tratarse del nacimiento de un hijo.
La mirada poética nos ayuda a descubrir la grandeza y extraordinaria dignidad del ser humano, especialmente en sus primeros pasos por el mundo.
Pero lo primero que se advierte es su fragilidad y dependencia. Sus manos pequeñitas solicitan nuestro acogimiento y cuidado, nuestra atención y amor.
Una corriente de pensamiento que desgraciadamente está en auge propone, casi exige tempestuosamente, que veamos el nacimiento de un niño como el nacimiento de cualquier otro animal. El bebé tendría la misma dignidad que un cachorro de león, de lobo o de tigre . Esta forma ideologizada de interpretar el mundo tropieza con varios obstáculos.
El primero y principal es que trata de borrar, desfigurar o simplemente aniquilar el orden sagrado del universo. Eso que el Pseudo-Dionisio denominaba jerarquía. Pues, en efecto, hay un orden sagrado en el universo. Un orden querido por Dios, donde el ser humano resplandece por encima de cualquier otro animal. La característica principal del ser humano es que ha sido creado para conocer a Dios y caminar hacia Él. Este fin desborda las expectativas de la naturaleza en su conjunto.
La relación de Dios con el hombre es la causa de la existencia de este. Como afirma Francisco Fernández-Carvajal en su obra Pasó haciendo el bien, “cada uno somos alguien a quien Dios ha dado la existencia porque le amó primero. Él no ama a todos en conjunto, colectivamente, sino a cada uno personalmente”.
Hay un designio de Dios para cada uno de los seres humanos.
Ese bebé que gimotea en la cuna, agitando sus manitas y piececitos, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Y ha venido al mundo para conocer a su Creador y amarle, para construir un mundo mejor y más humano, para servir a sus hermanos en una multitud de tareas. Su labor será absolutamente insustituible. Nadie podrá hacer nunca aquello que ha venido a hacer ese bebé en el mundo. Como criatura podrá contar siempre con la mirada misericordiosa de su Creador.
Ahora bien, que pueda haber personas que desatiendan, ignoren o menosprecien a un recién nacido es un fenómeno diabólico. Que se interrumpa el embarazo en aras de la libertad es otra muestra de putrefacción espiritual.
Debemos retener las palabras de Isaías 49, 15. “¿Puede una mujer olvidarse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, Yo nunca me olvidaré de ti”.