Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

El último maldito


Los negociados de izquierda y de derecha, como las tribunas que los sostienen, escenifican una disputa para alimentar la demogresca; pero en las cuestiones de veras importantes, en la defensa de aquellos asuntos que garantizan el sostenimiento de su tiranía, están plenamente de acuerdo.

por Juan Manuel de Prada

Opinión

Me cuenta un amigo que hace un par de semanas la piara volvió a convertirme en trending topic; y, como ocurre siempre, entrando servilmente al trapo de una tergiversación de mis palabras, en este caso expuestas en un artículo titulado Pornografía infantil. Ser vituperado por la piara es siempre un timbre de gloria; pues ciertos insultos deben considerarse -como nos enseñaba Cernuda- «formas amargas del elogio». Pero en esta ocasión nos hemos sentido especialmente honrados, pues los vituperios habían sido azuzados desde tribunas que las masas consideran ingenuamente antípodas (desde Libertad Digital a Público, por poner dos ejemplos llamativos). De este modo, hemos demostrado en nuestras sufridas carnes algo que siempre hemos sostenido: los negociados de izquierda y de derecha, como las tribunas que los sostienen, escenifican una disputa para alimentar la demogresca; pero en las cuestiones de veras importantes, en la defensa de aquellos asuntos que garantizan el sostenimiento de su tiranía, están plenamente de acuerdo. Y si alguien osa desafiar su unanimidad, se revuelven como un solo hombre, azuzando a las masas contra el réprobo.

Y la pornografía se cuenta, desde luego, entre los pilares que garantizan el sostenimiento de la tiranía. Como otros derechos de bragueta, la pornografía constituye un eficacísimo método de control y sometimiento social: pues, a la vez que se erige en aliviadero de frustraciones, constituye un poderoso disgregador de la moralidad, la afectividad y las relaciones humanas duraderas. En mi artículo señalaba también que la sexualidad humana, sometida al estímulo de la pornografía, acaba convirtiéndose en una tirana que reclama estímulos cada vez más intensos. El instinto sexual humano -a diferencia del instinto de cualquier animal, que se conforma con la mera repetición- es un incesante buscador de novedades; y una sexualidad alimentada con pornografía, una vez satisfechos sus instintos primarios, empezará a anhelar la satisfacción de instintos aberrantes. Chesterton lo explicaba con su habitual clarividencia: «Llega un momento en la rutina de una civilización en que los hombres buscan pecados más complejos u obscenidades más llamativas, como estimulantes de su hastiada sensibilidad. Intentan apuñalar sus nervios vitales, como tratando de emular los cuchillos de los sacerdotes de Baal. Caminan en su propio sueño e intentan despertarse a sí mismos con pesadillas». Y, en medio de esa pesadilla, la sensibilidad embotada del adicto a la pornografía no se conforma con pornografía convencional, sino que busca formas de pornografía alternativa, cada vez más escabrosas y violentas. El asesino múltiple Ted Bundy lo confesaba con escalofriante clarividencia, la víspera de su ejecución: «Una vez que te vuelves adicto a la pornografía, comienzas a buscar todo tipo de material con cosas más potentes, más explícitas, más gráficas. Hasta llegar a un punto en el que la pornografía va tan lejos que comienzas a preguntarte cómo sería hacerlo en realidad». Que el consumo bulímico de pornografía está asociado a la proliferación de diversas formas de violencia familiar y social es una de esas evidencias gigantescas que nuestra época se niega a aceptar, porque no le gusta verse reflejada en el espejo que muestra sus lacras.

Es lógico que los medios de adoctrinamiento de masas adscritos a los negociados de izquierdas y de derechas reaccionaran con escándalo ante mi artículo, pues saben bien que la pornografía es el ´soma´ o morfina que garantiza la alienación de las masas. También es comprensible que la pobre piara se revolviera con salvajismo contra mi artículo, sin leerlo siquiera, pues depende de su ración de pornografía diaria y reacciona instintivamente, como un sarnoso perro de Paulov, ante quien expone las consecuencias de su servidumbre. Además, como sosteníamos en un artículo anterior publicado en estas mismas páginas, «la inmoralidad primeramente aspira a convertirse en un uso socialmente admitido, para reclamar después amparo legal y por último exigir que la moralidad sea arrinconada como conducta indeseable».

El amigo que me reveló la reacción de la piara asegura que soy «el último maldito»; seguramente se trate de una hipérbole, aunque no creo que haya nadie en España que pueda presumir de concitar simultáneamente las iras de Libertad Digital y de Público; ni nadie al que los cristófobos motejen de «ultracatólico» pero su voz no pueda escucharse en medios eclesiásticos. Muy pronto conseguirán silenciarme del todo; pero, entretanto, repetiremos con Quevedo: «No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo».
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