Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Cuerpo en que vivo


Resulta curioso comprobar como los gnósticos de antaño y los materialistas de hogaño coinciden en considerar el cuerpo una cárcel ingrata.

por Juan Manuel de Prada

Opinión

A veces reparo en él, reflejado en el espejo del lavabo, cuando salgo de la ducha. Es el cuerpo de un cuarentón que se tira muchas horas en el escritorio, criando una próstata del tamaño de un melón, y que jamás ha pisado un gimnasio. Es el cuerpo de un hombre que todavía se siente fuerte y saludable, aunque haya perdido la agilidad de antaño: en el pecho empieza a blanquearle el vello, sus adiposidades son cada vez más abundantes, la piel que antaño fue tersa y restallante de vida empieza a flojear.

Nunca traté mi cuerpo con excesivo mimo: ha padecido muchos madrugones e insomnios, nunca ha recibido halagos cosméticos, la vida sedentaria lo ha ido ablandando y deteriorando, como una lepra sigilosa. No se me escapa que para algunos que no me quieren es motivo de escarnio, porque los imbéciles se consuelan misteriosamente pensando que los gordos arrastramos una vida triste; y que para otros que me quieren mucho es motivo de preocupación, porque piensan que los kilos excedentes pueden cualquier día darme un disgusto. Pero he aprendido a amar mi cuerpo y no voy a someterlo a demasiadas torturas; pues, aunque es sufrido y abnegado, también protesta cuando se siente agredido. Y a un amigo tan longevo no hay que empeñarse en querer cambiarlo a nuestro gusto; sólo deseamos cambiar aquello que no amamos del todo.

Hay un hermosísimo soneto de Domingo Rivero, un poeta canario precursor del modernismo, que canta este amor que debemos al cuerpo de forma conmovedora:

¿Por qué no te he de amar, cuerpo en que vivo?
¿Por qué con humildad no he de quererte,
si en ti fui niño y joven, y en ti arribo,
viejo, a las tristes playas de la muerte?

Tu pecho ha sollozado compasivo
por mí, en los rudos golpes de mi suerte;
ha jadeado con mi sed, y altivo,
con mi ambición, latió cuando era fuerte.

Y hoy te rindes al fin, pobre materia,
extenuada de angustia y de miseria.
¿Por qué no te he de amar? ¿Qué seré el día

que tú dejes de ser? ¡Profundo arcano!
Sólo sé que en tus hombros hice mía
mi cruz, mi parte en el dolor humano.

Tal vez sea esta incapacidad, tan característica del hombre contemporáneo, para asumir su parte en el dolor humano, lo que provoca el repudio del cuerpo, o el afán de preservarlo joven a toda costa.

Resulta curioso comprobar como los gnósticos de antaño y los materialistas de hogaño coinciden en considerar el cuerpo una cárcel ingrata. El gnóstico de antaño creía que nuestro cuerpo, expuesto a los achaques y a las flaquezas propias de su naturaleza, es un infierno del que nos vemos libres al morir, para alcanzar una vida más plena en la que nuestro espíritu, liberado al fin y para siempre de tan pesado fardo, alcanza la perfección. El materialista de hogaño se empeña en conservar un cuerpo siempre joven; y, por contrariar la naturaleza, lo somete a los más oprobiosos tormentos.

Si el materialista está poseído por el optimismo euforizante, castigará su cuerpo en el gimnasio, lo rectificará en el quirófano, lo obligará a ingerir comistrajos repugnantes; si el materialista está arañado por la desesperación, entregará su cuerpo a los excesos más sórdidos y destructivos. Se podría escribir un ensayo muy interesante que comparase el odio coincidente que, a lo largo de la Historia, espiritualistas y materialistas han profesado al cuerpo, disfrazado con ropajes aparentemente disímiles: a veces el ascetismo enfermizo, a veces el sensualismo más desatado, a veces incluso la idolatría o culto al cuerpo (que es exactamente lo contrario del amor agradecido y constante, que sabe acatar la decrepitud de la carne).

Charles Péguy afirmaba en un pasaje de Clío que la gran desgracia de los dioses del Olimpo y el secreto de su incurable melancolía radicaba en que no pueden morir ni envejecer siquiera. También en el empeño humano de rehuir la muerte, en el anhelo de preservarnos jóvenes hay una abominación terrible que hace que nuestra vida sea contraria a la verdadera vida, acuciada por preocupaciones insensatas que no hacen sino enfermarnos de melancolía.

Sólo hay una manera de derrotar a la muerte, que es tomándola por los cuernos, aceptándola alegremente y desechando la idea de una prolongación indefinida de nuestro tiempo en la tierra; y el mejor modo de desechar tal idea es asumir el deterioro de nuestro cuerpo. Hay que amar el cuerpo sobre el que esta vida se asienta, como el río ama su cauce y sus riberas, sabiendo que le conducen a la desembocadura, que es la muerte. Sólo así podremos concebir el mar inmenso que nos acogerá en esa desembocadura; pues quien se aferra desesperadamente a las riberas, acaba perdiendo de vista el mar, enfermo de melancolía para siempre.

Publicado en XLSemanal.
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