El que llora
Léon Bloy amaba a Cristo como lo haría un monje medieval... al que hubiesen expulsado del convento, con esa exasperación del derrotado que sigue amando en la derrota aquello que otros sólo fingen amar en la victoria.
Afirmaba Léon Bloy (18461917) que, cada vez que quería saber las últimas noticias, leía el «Apocalipsis»; por lo que no debe extrañarnos que, en un mundo donde nadie lee el «Apocalipsis», Bloy sea el escritor maldito por excelencia. Y es que Bloy, en verdad, es uno de los escritores más intransigentes, virulentos y desaforados que uno imaginarse pueda; y, por ello mismo, uno de los más apasionantes, cuya escritura nos zarandea sin remilgos con la fuerza brutal de su imaginación paradójica, sus visiones paradisíacas e infernales, sus llantos jeremíacos, sus extemporáneas y violentas invectivas.
Hijo de un ingeniero librepensador y de una piadosísima madre de ascendencia española, Bloy fue en su juventud un furibundo ateo: «Hubo un momento –confiesa– en el cual el odio por Jesús y por su Iglesia fue el único pensamiento de mi intelecto, el único sentimiento de mi corazón». A los 23 años se muda a París, donde trabará amistad con Huysmans y Barbey d’Aurevilly, que lo empujan a la fe.
Sin miramientos
Por supuesto, a su temperamento desmesurado no le bastará con ser un católico modosito: se enamora de Anne-Marie Poullet, una prostituta a la que, después de redimir de su oficio, convertirá al catolicismo; pero Anne-Marie acabará enloqueciendo, entre visiones místicas y apocalípticas. Para salvarse de la quiebra moral, Bloy publica en 1887 su primera novela, Los desesperados, que le granjeará las ojerizas de todos los plumíferos de la época, a los que despelleja sin miramientos. En 1889 se casa con una danesa protestante a la que –¡por supuesto!– también convierte al catolicismo; y desde entonces nunca dejará de publicar con regularidad libros de títulos muy expresivos de su temperamento: Cuentos descorteses, La mujer pobre, La que llora, La sangre del pobre, Exégesis de lugares comunes, El peregrino de lo absoluto o En el umbral del Apocalipsis. Sin olvidarnos, por supuesto, de la que tal vez sea su obra maestra, el Diario que anualmente entregaba a la imprenta.
En Bloy conviven el escritor místico y el panfletario que dirige su artillería contra todo bicho viviente instalado en la tibieza y los lugares comunes. Su estilo, a la vez despiadado y humorístico, puede desconcertar al lector desprevenido; pero es un rezumante de bilis y de clarividencia que sólo puede permitirse un loco, o tal vez un santo sacudido por el apetito de Dios y por la impaciencia escatológica. Bloy tiene, en efecto, algo de esos santos mendicantes que ladran palabras que nadie entiende, palabras que parecen salidas del caletre de un visionario, palabras que claman contra un mundo sensual y materialista que le revuelve las tripas y lo obliga a vomitar diatribas altaneras, denuestos feroces, sarcasmos y vituperios que tienen la contundencia de un esputo arrojado en el rostro de sus contemporáneos. Y, sin embargo, hay también en Bloy una sensibilidad herida y no sólo hiriente, una suerte de sensibilidad franciscana que lo torna conmovedor y heroico.
Vivió siempre sumido en la pobreza; pero también abrazado a la pobreza, unido a la pobreza en sagrado e indisoluble matrimonio. Y de esa alianza con la pobreza brota una de las notas más distintivas de su escritura, un patetismo desgarrador que no desdeña la injuria y el rapto de lucidísima furia. Léon Bloy es la encarnación perfecta de lo que una época filistea y desacralizada puede hacer con un espíritu superior: negar su genio, escarnecer sus logros, pisotear sus méritos, pero nunca, nunca, nunca, destruir la grandeza de su alma inmortal.
Espejo de ignominia
Enemigo declarado de la burguesía y de todos los contravalores que encarnan el espíritu moderno, Bloy fue un testigo bronco de la fe al que, inevitablemente, odiaron los clérigos untuosos y camastrones, al igual que los meapilas de su séquito, pues no soportaban que fuese el iracundo fiscal de su catolicismo delicuescente, de sus tartuferías y fariseísmos: «Afirmo categóricamente –escribe Bloy en su Diario– que el mundo católico moderno es un mundo réprobo, condenado, rechazado absolutamente, un espejo de ignominia donde nuestro Señor Jesucristo no puede mirarse sin sentir miedo, como en Getsemaní». Y es que Bloy amaba a Cristo como lo haría un monje medieval... al que hubiesen expulsado del convento, con esa exasperación del derrotado que sigue amando en la derrota aquello que otros sólo fingen amar en la victoria.
Hay algo en Léon Bloy de profeta a su pesar, de Jonás recién escupido del vientre de la ballena, rezongón y atrabiliario. Si hubiese desoído esa vocación antipática, tal vez habría amueblado el panteón de los escritores ilustres; pero prefirió, en un gesto extremo de oblación, ser un testigo del Calvario, a riesgo de que lo excluyeran de los manuales de literatura. Escribió: «He tenido con harta frecuencia ocasión de poner en evidencia la imbecilidad de nuestros católicos, prodigio enorme, demostrativo por sí solo de la divinidad de una religión capaz de resistirlo». Pero ese prodigio enorme sólo se entiende del todo si, de vez en cuando, surge un católico irreductible como Léon Bloy, que fue a la vez poeta, profeta y maldito. Tres vías de santidad –tal vez la misma– que justifican que lo sigamos leyendo, con pasión y deslumbramiento siempre renovados.
Publicado en ABC.
Hijo de un ingeniero librepensador y de una piadosísima madre de ascendencia española, Bloy fue en su juventud un furibundo ateo: «Hubo un momento –confiesa– en el cual el odio por Jesús y por su Iglesia fue el único pensamiento de mi intelecto, el único sentimiento de mi corazón». A los 23 años se muda a París, donde trabará amistad con Huysmans y Barbey d’Aurevilly, que lo empujan a la fe.
Sin miramientos
Por supuesto, a su temperamento desmesurado no le bastará con ser un católico modosito: se enamora de Anne-Marie Poullet, una prostituta a la que, después de redimir de su oficio, convertirá al catolicismo; pero Anne-Marie acabará enloqueciendo, entre visiones místicas y apocalípticas. Para salvarse de la quiebra moral, Bloy publica en 1887 su primera novela, Los desesperados, que le granjeará las ojerizas de todos los plumíferos de la época, a los que despelleja sin miramientos. En 1889 se casa con una danesa protestante a la que –¡por supuesto!– también convierte al catolicismo; y desde entonces nunca dejará de publicar con regularidad libros de títulos muy expresivos de su temperamento: Cuentos descorteses, La mujer pobre, La que llora, La sangre del pobre, Exégesis de lugares comunes, El peregrino de lo absoluto o En el umbral del Apocalipsis. Sin olvidarnos, por supuesto, de la que tal vez sea su obra maestra, el Diario que anualmente entregaba a la imprenta.
En Bloy conviven el escritor místico y el panfletario que dirige su artillería contra todo bicho viviente instalado en la tibieza y los lugares comunes. Su estilo, a la vez despiadado y humorístico, puede desconcertar al lector desprevenido; pero es un rezumante de bilis y de clarividencia que sólo puede permitirse un loco, o tal vez un santo sacudido por el apetito de Dios y por la impaciencia escatológica. Bloy tiene, en efecto, algo de esos santos mendicantes que ladran palabras que nadie entiende, palabras que parecen salidas del caletre de un visionario, palabras que claman contra un mundo sensual y materialista que le revuelve las tripas y lo obliga a vomitar diatribas altaneras, denuestos feroces, sarcasmos y vituperios que tienen la contundencia de un esputo arrojado en el rostro de sus contemporáneos. Y, sin embargo, hay también en Bloy una sensibilidad herida y no sólo hiriente, una suerte de sensibilidad franciscana que lo torna conmovedor y heroico.
Vivió siempre sumido en la pobreza; pero también abrazado a la pobreza, unido a la pobreza en sagrado e indisoluble matrimonio. Y de esa alianza con la pobreza brota una de las notas más distintivas de su escritura, un patetismo desgarrador que no desdeña la injuria y el rapto de lucidísima furia. Léon Bloy es la encarnación perfecta de lo que una época filistea y desacralizada puede hacer con un espíritu superior: negar su genio, escarnecer sus logros, pisotear sus méritos, pero nunca, nunca, nunca, destruir la grandeza de su alma inmortal.
Espejo de ignominia
Enemigo declarado de la burguesía y de todos los contravalores que encarnan el espíritu moderno, Bloy fue un testigo bronco de la fe al que, inevitablemente, odiaron los clérigos untuosos y camastrones, al igual que los meapilas de su séquito, pues no soportaban que fuese el iracundo fiscal de su catolicismo delicuescente, de sus tartuferías y fariseísmos: «Afirmo categóricamente –escribe Bloy en su Diario– que el mundo católico moderno es un mundo réprobo, condenado, rechazado absolutamente, un espejo de ignominia donde nuestro Señor Jesucristo no puede mirarse sin sentir miedo, como en Getsemaní». Y es que Bloy amaba a Cristo como lo haría un monje medieval... al que hubiesen expulsado del convento, con esa exasperación del derrotado que sigue amando en la derrota aquello que otros sólo fingen amar en la victoria.
Hay algo en Léon Bloy de profeta a su pesar, de Jonás recién escupido del vientre de la ballena, rezongón y atrabiliario. Si hubiese desoído esa vocación antipática, tal vez habría amueblado el panteón de los escritores ilustres; pero prefirió, en un gesto extremo de oblación, ser un testigo del Calvario, a riesgo de que lo excluyeran de los manuales de literatura. Escribió: «He tenido con harta frecuencia ocasión de poner en evidencia la imbecilidad de nuestros católicos, prodigio enorme, demostrativo por sí solo de la divinidad de una religión capaz de resistirlo». Pero ese prodigio enorme sólo se entiende del todo si, de vez en cuando, surge un católico irreductible como Léon Bloy, que fue a la vez poeta, profeta y maldito. Tres vías de santidad –tal vez la misma– que justifican que lo sigamos leyendo, con pasión y deslumbramiento siempre renovados.
Publicado en ABC.
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