Iglesia y mundanidad
El espíritu hodierno pretende absurdamente combatir la asimilación mundana mediante una asimilación todavía mayor, creando nuevos órganos y comisiones, o multiplicando su presencia en los medios de comunicación, o arbitrando medidas de transparencia.
La detención de un sacerdote por filtración de documentos reservados y conversaciones confidenciales nos confirma que la curia vaticana es un organismo seriamente enfermo, como ya denunciara el Papa, en un célebre y durísimo discurso en el que llegó a enumerar hasta quince lacras curiales. Entre ellas, Francisco se refirió a la «enfermedad de la esquizofrenia existencial», fruto del progresivo vacío espiritual que afecta «a quienes, tras abandonar el servicio pastoral, se dedican a los asuntos burocráticos». También a la «enfermedad de los chismes», que «se adueña de la persona, haciendo que se convierta en sembradora de cizaña, como Satanás, y en muchas ocasiones en asesina a sangre fría de la fama de los propios colegas y hermanos». Francisco concluía en aquel elenco feroz con «la enfermedad del beneficio mundano», que se produce «cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener provechos mundanos», sin recatarse de «calumniar, difamar y desacreditar a los demás, incluso en periódicos y en revistas, a menudo en nombre de la justicia y la transparencia».
Las enfermedades curiales fueron certeramente diseccionadas por el papa Francisco en aquella formidable filípica; pero le faltó determinar su etiología. Las filtraciones que, según parece, ha hecho ese sacerdote no se distinguen demasiado de las que podría hacer cualquier funcionario emberrenchinado. En lo que se prueba que la Iglesia ha adoptado los automatismos del mundo, convirtiéndose en un organismo burocrático (según el principio biológico que nos enseña que, a medida que aumenta lo automático, disminuye lo vivo); y una vez que se adoptan los automatismos del mundo, es inevitable que se acaben adoptando también sus lacras. Nos llevamos las manos a la cabeza cuando un sacerdote de la curia vaticana actúa como una «garganta profunda» (que ni siquiera es la de Linda Lovelace, pues para eso ya tenemos, también en la curia vaticana, al curita polaco y a su novio catalán), a imitación de cualquier funcionario emberrenchinado; pero aceptamos como si tal cosa que los obispos se organicen al modo mundano de los parlamentos, con su girigay de facciones, o que los papas renuncien a su ministerio, al modo mundano de ministros cesantes. Y lo cierto es que la asimilación al mundo se produce igualmente en estos casos que aceptamos con normalidad; y tal vez -me atrevería a afirmar- las consecuencias de estas asimilaciones consideradas normales son más destructivas que las filtraciones de ese malhadado sacerdote.
Paradójicamente, contra esas asimilaciones mundanas no se combate; o, si se combate, se hace exactamente del modo que no debería hacerse. A lo largo de la Historia, cada vez que la mundanidad se ha adueñado de las estructuras eclesiásticas, la Iglesia ha reaccionado despojándose de sus aderezos mundanos superfluos, en un ejercicio de ascetismo y purificación. Ese es, por ejemplo, el espíritu de Trento, que nos trajo a San Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Jesús. El espíritu hodierno, por el contrario, pretende absurdamente combatir la asimilación mundana mediante una asimilación todavía mayor, creando nuevos órganos y comisiones, o multiplicando su presencia en los medios de comunicación, o arbitrando medidas de transparencia; y tal espíritu nos trae curiales zascandiles y correveidiles, más algún capullito de alhelí. En lugar de tanto activismo desalado (sin alas y sin sal), que no hace sino fabricar curas que más bien parecen burócratas, no estaría del todo mal volver a la imitación de Cristo, desnudo y pobre, que nunca necesitó de órganos, comisiones, conferencias, emisoras de radio ni canales televisivos para dar a conocer su Evangelio.
Las enfermedades curiales fueron certeramente diseccionadas por el papa Francisco en aquella formidable filípica; pero le faltó determinar su etiología. Las filtraciones que, según parece, ha hecho ese sacerdote no se distinguen demasiado de las que podría hacer cualquier funcionario emberrenchinado. En lo que se prueba que la Iglesia ha adoptado los automatismos del mundo, convirtiéndose en un organismo burocrático (según el principio biológico que nos enseña que, a medida que aumenta lo automático, disminuye lo vivo); y una vez que se adoptan los automatismos del mundo, es inevitable que se acaben adoptando también sus lacras. Nos llevamos las manos a la cabeza cuando un sacerdote de la curia vaticana actúa como una «garganta profunda» (que ni siquiera es la de Linda Lovelace, pues para eso ya tenemos, también en la curia vaticana, al curita polaco y a su novio catalán), a imitación de cualquier funcionario emberrenchinado; pero aceptamos como si tal cosa que los obispos se organicen al modo mundano de los parlamentos, con su girigay de facciones, o que los papas renuncien a su ministerio, al modo mundano de ministros cesantes. Y lo cierto es que la asimilación al mundo se produce igualmente en estos casos que aceptamos con normalidad; y tal vez -me atrevería a afirmar- las consecuencias de estas asimilaciones consideradas normales son más destructivas que las filtraciones de ese malhadado sacerdote.
Paradójicamente, contra esas asimilaciones mundanas no se combate; o, si se combate, se hace exactamente del modo que no debería hacerse. A lo largo de la Historia, cada vez que la mundanidad se ha adueñado de las estructuras eclesiásticas, la Iglesia ha reaccionado despojándose de sus aderezos mundanos superfluos, en un ejercicio de ascetismo y purificación. Ese es, por ejemplo, el espíritu de Trento, que nos trajo a San Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Jesús. El espíritu hodierno, por el contrario, pretende absurdamente combatir la asimilación mundana mediante una asimilación todavía mayor, creando nuevos órganos y comisiones, o multiplicando su presencia en los medios de comunicación, o arbitrando medidas de transparencia; y tal espíritu nos trae curiales zascandiles y correveidiles, más algún capullito de alhelí. En lugar de tanto activismo desalado (sin alas y sin sal), que no hace sino fabricar curas que más bien parecen burócratas, no estaría del todo mal volver a la imitación de Cristo, desnudo y pobre, que nunca necesitó de órganos, comisiones, conferencias, emisoras de radio ni canales televisivos para dar a conocer su Evangelio.
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