Iconoclastas
La iconoclasia bárbara de los islamistas no se distingue demasiado de la iconoclasia refinadita del Occidente neopagano
Si los secuaces del Estado Islámico quisieran herir de veras la dulce y humanitaria conciencia del Occidente neopagano se habrían filmado apedreando perros o alanceando toros. Pero como los secuaces del Estado Islámico no son enemigos del Occidente neopagano, sino sus paradójicos aliados (en una común estrategia diseñada por el Nuevo Orden Mundial), se filman degollando y decapitando cristianos, lo cual sólo provoca indiferencia (e inconfesable regocijo), excepto cuando los cristianos mueren pronunciando el nombre de Cristo (pues entonces logran provocar un mohín de repugnancia en la dulce y humanitaria conciencia del Occidente neopagano). Para que el entretenimiento del Occidente neopagano no decaiga (ya se sabe que los gustos estragados por el vicio demandan variedad), los secuaces del Estado Islámico se han filmado ahora derribando de sus pedestales estatuas asirias del museo de Mosul, que a continuación martillean con saña, hasta reducirlas a añicos. Un espectador despistado podría confundir el vídeo de marras con una performance oligofrénica de Joseph Beuys, o de cualquiera de esos truhanes que exponen su morralla en esa feria de la pacotilla llamada ARCO, para pasmo de acomplejados y esnobs.
Con este vídeo iconoclasta, los secuaces del llamado Estado Islámico vuelven a demostrarnos su paradójica alianza con el Occidente neopagano. Pues la iconoclasia bárbara de los islamistas, al fin y a la postre, no se distingue demasiado de la iconoclasia refinadita del Occidente neopagano, que lleva siglos destruyendo arte con diversas coartadas estéticas, ideológicas, filantrópicas o incluso religiosas, disfraces buenistas con los que encubre el odio a la Belleza y, en último término, a Quien la creó, sembrando su semilla en nuestras almas.
Este odio a la Belleza adquiere en el mundo islámico una catadura feroz y tremendista; en Occidente, tal odio se ha manifestado a lo largo de la Historia de muy diversas formas, enardeciendo a veces a la chusma (pensemos en los latrocinios de las hordas revolucionarias, en los expolios del ejército napoleónico o en el vandalismo sacrílego de tantos españoles convertidos en hienas durante la Segunda República y posterior Guerra Civil), pero sobre todo envenenando a sus élites, que pueden llegar a utilizar su elitismo como coartada de sus desmanes: pensemos en el furor iconoclasta de Lutero y demás «reformadores» protestantes; pensemos en la avaricia saqueadora de nuestros muy ilustres desamortizadores, que fomentaron la disgregación, venta y extravío de nuestro patrimonio artístico; pensemos en las burradas postconciliares que, con la coartada de la reforma litúrgica, despojaron miles de iglesias de sus altares, sillerías, sagrarios, retablos, púlpitos e imágenes. Pensemos, en fin, en toda la evolución del «arte contemporáneo» fetén, cuyo propósito último no es otro sino vituperar, escupir, defecar sobre la Belleza, hasta borrar su huella de nuestras almas, cumpliendo aquel desiderátum de Ivywood, el protagonista de La taberna errante, que predicaba que el arte debía «romper todas las barreras», hasta dejar de mostrar formas reconocibles, hasta fundirse en la pura nada, hasta anegarnos en su vómito, para negar más plenamente la labor del Creador.
En esta labor iconoclasta, como en la persecución religiosa, los secuaces del Estado Islámico y el Occidente neopagano van de la mano: a uno le corresponde hacerlo del modo más truculento; al otro, de un modo mucho más fino y taimado. Ambos, como la Bestia de la Tierra y la Bestia del Mar, caminan juntitos, haciéndose caricias y arrumacos, bajo la mirada complacida (¡enternecida!) del Nuevo Orden Mundial.
© Abc
Con este vídeo iconoclasta, los secuaces del llamado Estado Islámico vuelven a demostrarnos su paradójica alianza con el Occidente neopagano. Pues la iconoclasia bárbara de los islamistas, al fin y a la postre, no se distingue demasiado de la iconoclasia refinadita del Occidente neopagano, que lleva siglos destruyendo arte con diversas coartadas estéticas, ideológicas, filantrópicas o incluso religiosas, disfraces buenistas con los que encubre el odio a la Belleza y, en último término, a Quien la creó, sembrando su semilla en nuestras almas.
Este odio a la Belleza adquiere en el mundo islámico una catadura feroz y tremendista; en Occidente, tal odio se ha manifestado a lo largo de la Historia de muy diversas formas, enardeciendo a veces a la chusma (pensemos en los latrocinios de las hordas revolucionarias, en los expolios del ejército napoleónico o en el vandalismo sacrílego de tantos españoles convertidos en hienas durante la Segunda República y posterior Guerra Civil), pero sobre todo envenenando a sus élites, que pueden llegar a utilizar su elitismo como coartada de sus desmanes: pensemos en el furor iconoclasta de Lutero y demás «reformadores» protestantes; pensemos en la avaricia saqueadora de nuestros muy ilustres desamortizadores, que fomentaron la disgregación, venta y extravío de nuestro patrimonio artístico; pensemos en las burradas postconciliares que, con la coartada de la reforma litúrgica, despojaron miles de iglesias de sus altares, sillerías, sagrarios, retablos, púlpitos e imágenes. Pensemos, en fin, en toda la evolución del «arte contemporáneo» fetén, cuyo propósito último no es otro sino vituperar, escupir, defecar sobre la Belleza, hasta borrar su huella de nuestras almas, cumpliendo aquel desiderátum de Ivywood, el protagonista de La taberna errante, que predicaba que el arte debía «romper todas las barreras», hasta dejar de mostrar formas reconocibles, hasta fundirse en la pura nada, hasta anegarnos en su vómito, para negar más plenamente la labor del Creador.
En esta labor iconoclasta, como en la persecución religiosa, los secuaces del Estado Islámico y el Occidente neopagano van de la mano: a uno le corresponde hacerlo del modo más truculento; al otro, de un modo mucho más fino y taimado. Ambos, como la Bestia de la Tierra y la Bestia del Mar, caminan juntitos, haciéndose caricias y arrumacos, bajo la mirada complacida (¡enternecida!) del Nuevo Orden Mundial.
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