Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Capitalismo


el despojo sobre el que se funda el capitalismo (la concentración de esa propiedad que naturalmente debería estar repartida) deja en el alma una herida irrestañable

por Juan Manuel de Prada

Opinión

En un pasaje particularmente penetrante de su obra Los límites de la cordura, Chesterton nos advertía de que los defensores del capitalismo suelen confundirse a los ojos de la gente incauta con defensores de la propiedad privada, cuando en realidad son sus más enconados enemigos. Y proponía una definición de capitalismo que considero bastante acertada: «Organización económica dentro de la cual existe una clase de capitalistas, más o menos reconocible y relativamente poco numerosa, en poder de la cual se concentra el capital necesario para lograr que una gran mayoría de los ciudadanos sirva a esos capitalistas por un sueldo».

Le faltó añadir, sin embargo, un elemento distintivo de esta forma de organización económica que la convierte definitivamente en una máquina depredadora; nos referimos como el lector inteligente ya habrá adivinado al principio de responsabilidad limitada, que separa la persona individual del capitalista de la personalidad jurídica de la empresa que dirige.

De este modo, el capitalismo termina de aniquilar el concepto de propiedad (que estaba ligado indisolublemente a la responsabilidad personal) para sustituirlo por el de ´empresa´ o ´sociedad´, un artificio o embeleco jurídico que, mientras crece, reparte beneficios entre sus titulares, pero que cuando se declara en quiebra deja a acreedores y trabajadores a dos velas, obligándolos a repartirse los exiguos despojos de la sociedad quebrada, mientras el capitalista disfruta tan tranquilo de su patrimonio intacto. Y si la quiebra de la empresa pone en peligro la estabilidad económica (pensemos en los bancos, por ejemplo), el principio de responsabilidad limitada alcanza todavía un estadio más rapaz, de tal modo que las pérdidas son de inmediato socializadas, mediante exacciones tributarias, recorte de salarios, etcétera. El capitalismo, en fin, actúa como el carterista: defendiendo la empresa privada a costa de la propiedad ajena.

Decía Proudhon que «la propiedad es un robo»; pero, si leemos la cita en su contexto, descubriremos que el pensador revolucionario no propone eliminar la propiedad, sino la acumulación de propiedad en unas pocas manos (o sea, el capitalismo), que considera con razón la causa principal del despotismo de unos hombres sobre otros. Como ocurre en tantos pensadores revolucionarios, su diagnóstico es certero; pero es errónea la solución que propone para acabar con este despotismo, que no es otra sino la universalización de la propiedad (o sea, el comunismo), que tal vez sea una solución inteligente en comunidades pequeñas y muy vinculadas (una congregación religiosa, por ejemplo), pero que en sociedades menos fraternas acaba generando la esclavitud propia del colectivismo.

Pero la solución errónea de Proudhon nos enseña que el capitalismo, al concentrar en unos pocos lo que por naturaleza tendría que estar repartido (y al permitir que esos pocos se enriquezcan a costa de los muchos despojados, según postula el principio de responsabilidad limitada), genera una inevitable reacción airada entre los despojados que acaba aniquilando la necesaria paz social. Por supuesto, el capitalismo, consciente de su naturaleza inicua, ha tratado (sobre todo después de que el comunismo triunfase en vastas regiones del planeta) de aplacar a la gran mayoría despojada con sobornos diversos: el más elaborado y promisorio fue el llamado ´Estado de bienestar´, que a la postre se desveló un trampantojo limosnero; y ahora, con el llamado ´Estado de bienestar´ quebrado, el soborno básicamente consiste en suministrar derechos de bragueta y entretenimiento a granel (con el interné erigido en máximo proveedor gratuito).

Mediante estos sobornos sucesivos (y cada vez menos convincentes) el capitalismo ha pretendido animalizar a la gente, reducirla a un estadio de bestia que halla consuelo en la satisfacción de unos pocos caprichos; y, al menos en parte, lo ha logrado. Pero solo en parte: porque está inscrito en el alma humana el deseo de ser propietario; es ley natural que el hombre quiera vivir de los frutos que le rinde su propiedad, a través del trabajo.

Y, por ello mismo, el despojo sobre el que se funda el capitalismo (la concentración de esa propiedad que naturalmente debería estar repartida) deja en el alma una herida irrestañable. Son varias las agonías por las que ha atravesado el capitalismo; y en todas, en lugar de aceptar su error, ha perseverado en él. Pero las almas heridas y sangrantes suelen (sobre todo cuando se las priva de consuelo sobrenatural) reaccionar muy malamente. Ha ocurrido en el pasado y volverá a ocurrir en un futuro próximo.

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