Domingo, 29 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Jesús Mosterín, o la salud mental del progresismo español


Si no concedemos protección jurídica a la vida que comienza desde el instante mismo de la fecundación, tendremos que fijar arbitrariamente qué vidas son humanas y qué vidas no lo son. Y nos arrogaremos el derecho de matar a los que no sean «humanos en acto» según nuestro arbitrio.

por Francisco José Soler Gil

Jesús Mosterín es un filósofo que, allá por los años 70 realizó importantes contribuciones a la filosofía española, en el sentido de que impulsó decisivamente la introducción en nuestro país de la filosofía analítica y sobre todo de la lógica matemática. Ésta es la parte de su obra que todos los estudiantes de filosofía (al menos los de los años 90) hemos conocido en las aulas, y seguramente será la que perdurará en la memoria de la filosofía española. No por su originalidad, de la que carece, pero sí por haber ayudado a conectar nuestras facultades y departamentos con lo más destacado del pensamiento anglosajón de aquella época. Lo que no es magro servicio. Sin embargo, y sobre todo a partir de los años 80, Jesús Mosterín se ha dedicado a escribir de otros asuntos. En realidad, se ha dedicado a escribir de casi todo. Está en su derecho, desde luego, pero los resultados no han sido, por lo general, memorables. Por supuesto, ha habido excepciones -como por ejemplo el magnífico «Diccionario de Lógica y Filosofía de la Ciencia» escrito junto con Roberto Torretti, y en el que se nota la solidez del coautor-, pero no muchas más. Por lo que a mis propias investigaciones en filosofía de la cosmología respecta, los artículos y conferencias de Mosterín no me han reportado más que decepciones -salvo un artículo que escribió sobre la cosmología inflacionaria junto con John Earman, y que supongo que también se beneficia de la seriedad del coautor-. Su artículo sobre el principio antrópico, por ejemplo, «Anthropic explanations in cosmology» es el peor conglomerado de prejuicios sobre el tema que he tenido ocasión de leer. Y sus «reflexiones» cosmológicas recogidas en el libro «Ciencia viva», suponen también una notable pérdida de tiempo para cualquier lector que busque aprender algo sobre cosmología y filosofía. De otros temas más alejados de mi especialidad, no me atrevo a opinar en público. Pero sospecho que el nivel de las aportaciones de Mosterín en los últimos veintitantos años no ha sido muy superior en ellos. Pues bien, este mismo autor, que si se hubiera restringido a sus intereses filosóficos iniciales no habría hecho mal, acaba de regalarnos en el diario El País algo -no sé si un artículo o una deposición- bajo el título «Obispos, aborto y castidad». Yo recomendaría a todo el mundo, pero sobre todo a los estudiantes de filosofía, la lectura del ¿artículo? de Mosterín. Pues, a mi modo de ver, cabría emplearlo como advertencia de hasta dónde se puede ir a parar, incluso partiendo de una cabeza inicialmente bien amueblada, cuando uno se instala en el ambiente intelectual del que llaman «progresismo». Sobre todo en su versión española. No sé si por caridad, o porque el tema que está en juego aquí clama al cielo, no quiero entrar en un análisis detallado del texto del ¿artículo?. Se lo dejo a los lectores que estén dispuestos a deleitarse con él. Eso sí, les advierto de antemano que, si buscan sus argumentos, tendrán que hacerlo atravesando la muralla de variados insultos a la Iglesia y a los obispos tras la cual el profesor Mosterín ha considerado oportuno protegerlos. Por ejemplo estos, entresacados -como botón de muestra- de los primeros dos párrafos: «patético deterioro», «deslavazada charlatanería», «enfermiza obsesión antisexual», «burdo sofisma», «fundamentalismo», «prepotente»....etc., etc. No está mal, para salir de la pluma de un investigador del CSIC, fellow de Pittsburgh, y miembro de no sé cuántas academias internacionales. Pero, como en una buena película de suspense, la búsqueda de argumentos en el ¿panfleto? de Mosterín se hace todavía más difícil, pues el autor antepone a los mismos otra muralla más: esta vez sentimental. Y así, tendremos que atravesar párrafos y párrafos en los que se nos hablará de los papas como «promotores del sida y la miseria», carreras arruinadas y «madres violadas o forzadas y de niños no deseados, abandonados a la mendicidad y la delincuencia, famélicos, con los cerebros malformados por la carencia alimentaria y la falta de estímulos, carne de cañón de guerrillas crueles y explotaciones prematuras» con los que se ensaña -pues no faltaba más- la Iglesia católica. Tendremos que atravesar, digo, todo esto y mucho más, en una y en otra dirección, hasta que demos con la clave, con el argumento racional que convierte en legítimo el aborto. ¿Y cuál es, señoras y señores, ese argumento decisivo? Pues nada más y nada menos que la diferencia aristotélica entre la potencia y el acto. ¡Acabáramos! El profesor Mosterín nos lo explica así: «Una bellota no es un roble. Los cerdos de Jabugo se alimentan de bellotas, no de robles. Y un cajón de bellotas no constituye un robledo. Un roble es un árbol, mientras que una bellota no es un árbol, sino sólo una semilla. [...] Es lo que Aristóteles expresaba diciendo que la bellota no es un roble de verdad, un roble en acto, sino sólo un roble en potencia, algo que, sin ser un roble, podría llegar a serlo. Una oruga no es una mariposa. Una oruga se arrastra por el suelo, come hojas, carece de alas, no se parece nada a una mariposa ni tiene las propiedades típicas de las mariposas. Incluso hay a quien le encantan las mariposas, pero le dan asco las orugas. Sin embargo, una oruga es una mariposa en potencia.» Impresionante, como no podía ser menos, proviniendo de la mente de un lógico matemático y experto analista de la racionalidad científica. A uno no le queda más que una duda, después de leer esto. ¿Cuándo podremos decir que un hombre es en acto y no en potencia? El famoso investigador no nos lo aclara en la lección magistral que estamos comentando, pero en otros textos suyos da más pistas. En la página 199 de «Ciencia viva», por ejemplo, se apunta a la tesis de que el embrión carece de alma por lo menos hasta que posea un sistema nervioso. Y por tanto hasta entonces ni siquiera es un animal. ¿Y después? Bueno,... después tampoco está claro. ¿Cuál es el problema de este argumento? Pues que, como el mismo Mosterín escribe en la que tal vez sea la única frase lúcida del texto que estamos comentando: «Cuando el espermatozoide de un hombre fecunda el óvulo maduro de una mujer y los núcleos haploides de ambos gametos se funden para formar un nuevo núcleo diploide, se forma un zigoto que (en circunstancias favorables) puede convertirse en el inicio de un linaje celular humano, de un organismo que pasa por sus diversas etapas de mórula, blástula, embrión, feto y, finalmente, hombre o mujer en acto. » De manera que, como él mismo reconoce, atravesamos muchas fases, y muchas transiciones desde la fecundación hasta el nacimiento -y podríamos seguir, porque el proceso de maduración del ser humano «en acto» no concluye tampoco con el nacimiento-. ¿En cuál de ellas situaremos el origen de la persona, y por qué? Ya hemos mencionado que Mosterín parece contemplar una cota inferior en la formación del sistema nervioso. Pero las primeras células nerviosas que constituirán el cerebro y la espina dorsal, ya empiezan a formarse antes de las tres semanas desde la fecundación. ¿Habrá que esperar mejor hasta que se registre actividad cerebral? Eso ocurre entre las siete y las ocho semanas. ¿O habrá que ir más lejos?... Sin duda habrá que hacerlo, porque siete u ocho semanas es demasiado poco para que dé tiempo a abortar en muchas ocasiones convenientes. Pongamos, como quiere la ministra, veintitantas semanas, usando otro «criterio» -el de la supuesta «inviabilidad» de los fetos de menos edad-. Este plazo ya es, desde luego, más cómodo. Pero podríamos llegar aún más lejos. ¿Por qué no hasta el mismo nacimiento? ¿O acaso pretenderemos que un feto de 21 semanas es todavía un hombre en potencia, mientras que otro de 23 es ya un hombre en acto? Podríamos seguir, pero no hace falta. El argumento es de sobra conocido. Y no tiene vuelta de hoja: Si no concedemos protección jurídica a la vida que comienza desde el instante mismo de la fecundación, tendremos que fijar arbitrariamente qué vidas son humanas y qué vidas no lo son. Y nos arrogaremos el derecho de matar a los que no sean «humanos en acto» según nuestro arbitrio. Desde luego, para los que no hemos perdido el sentido de la dignidad de la vida humana, un escenario así es intolerable. Pero no para el profesor Mosterín, que nos advierte que: «Un embrión [...] sólo pervive como parásito interno de su madre, a través de cuyo sistema sanguíneo come, respira y excreta. Este parásito encierra la potencialidad de desarrollarse durante meses hasta llegar a convertirse en un hombre [...] Un embrión no es un hombre, y por tanto eliminar un embrión no es matar a un hombre». De manera que será un hombre cuando nosotros lo decidamos, y si nosotros lo decidimos -ojo con los deficientes-. Y el que se resista a esta doctrina, que sepa que no es más que un «deslavazado charlatán». Y un enemigo de los linces. Así nos luce el pelo. Francisco José Soler Gil
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