Derechos humanos y ley natural
Si los derechos humanos no se fundamentan en algo trascendente al hombre, tendremos la razón de la mayoría o la razón de la fuerza, pero nunca la razón de la razón.
En 1940 Arthur Koestler escribió El cero y el infinito. La tesis principal de esta lúcida obra es que existen dos concepciones del mundo; una, en que el individuo es simplemente un cero frente a una cantidad infinita, representada por los fines colectivos; este fin justifica todos los medios y permite, y aún exige, que el individuo se sacrifique por la comunidad, la cual puede disponer de él como de un conejo de Indias. La otra concepción, cristiana y humanitaria, declara que el individuo es sagrado, posee una dignidad propia y un destino libre y personal, y proclama que las reglas de la aritmética no pueden ser aplicadas a los hombres. Es posible que, sin saberlo, Koestler intentara buscar una justificación a los derechos humanos. Es la fundamentación de los derechos del hombre cuestión capital en esta hora de la Humanidad. Porque si aquellos no están arraigados en algo más allá del hombre, será siempre una sencilla verdad aritmética que dos personas tienen más razón que una, o habremos aceptado desproteger la razón de un débil ante la sinrazón de un poderoso. Si los derechos humanos no se fundamentan en algo trascendente al hombre, tendremos la razón de la mayoría o la razón de la fuerza, pero nunca la razón de la razón. La Iglesia católica despliega una intensa labor en la defensa de los derechos humanos demostrando ser un aliado indispensable, a veces incluso, el guión de vanguardia en las luchas por la verdadera libertad. Además, a lo largo de su Magisterio ha proclamado la fundamentación de los derechos del hombre en la ley natural inscrita en el corazón de la persona y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. El Papa Benedicto XVI sostuvo esta idea en su discurso ante la ONU: Arrancar los derechos humanos del contexto de la ley natural significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos. El Cardenal Tarsicio Bertone, Secretario de Estado del Vaticano, en su visita a España, afirmó que no es por casualidad la influencia y contribución que el cristianismo ha ejercido en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948. Y ello, a pesar de que en el proyecto definitivo de la Declaración elaborada por la ONU no se recogió la petición brasileña de que constara “que los hombres han sido creados a imagen y semejanza de Dios”. Pero esto no es impedimento para afirmar que los derechos humanos nacen de la cultura europea occidental, de indudable matriz cristiana, como sostuvo Bertone. Nuestro compromiso como católicos en la defensa de la dignidad y los derechos del hombre es hoy como siempre irrenunciable al observar la emergencia de insistentes iniciativas que pretenden imponer la legalidad sobre la justicia. Asistimos a la sacralización de la ley positiva emanada del Estado acarreando funestas reinterpretaciones del fundamento de los derechos humanos a fin de satisfacer los intereses de grupo o de clase. Parece como si tales derechos fueran manejables y maleables por el poder político. A este fenómeno “creativo” o “constructivista” de los derechos por la autoridad legislativa, alude otro libro de inexcusable lectura, Derechos humanos depredados. Hacia una dictadura del relativismo, de Janne Haaland Matlary. En sus páginas, se describe cómo los derechos humanos son objeto de una manipulación por el poder político. De ahí que los católicos, desde la prensa, el libro, la cátedra o la tribuna nos erijamos en firmes defensores de la dignidad del hombre contra una noción tiránica, errónea e inhumana de la ley positiva. Raúl Mayoral Benito
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