El universo de Stephen Hawking y el lugar del Creador
El problema no es la ciencia. El problema es que los materialistas intentan vendernos como ciencia lo que no es sino su pobre lectura de la misma. Una lectura que oscurece y vela el hecho de la creación, y despoja a la naturaleza de las huellas de sentido que ciertamente contiene.
Imagine el lector que este artículo comenzara afirmando que el cosmos de Aristóteles no dejaba ningún lugar para un Creador. ¿Cómo reaccionaría usted ante una tesis semejante? Supongo que inmediatamente le vendría a la cabeza el dato de que fue justo el marco aristotélico el que empleó, sin ir más lejos, Santo Tomás de Aquino, para formular algunos de los argumentos más clásicos de la existencia de Dios. De manera que, teniendo eso en cuenta, su reacción natural sería la de encogerse de hombros y pensar que el autor de estas líneas debería dedicar algún tiempo a refrescar sus conocimientos de historia de la filosofía. Supongamos, en cambio, que este artículo hubiera comenzado afirmando que el universo de Stephen Hawking no deja ningún lugar para un Creador. Ante esa tesis, sospecho que más de un lector no tendría nada que oponer. Si el lector es ateo, o agnóstico, asentiría con satisfacción, y tal vez pensando que la refutación de Dios está a la vuelta de la esquina. Y si es creyente, quizás se consolaría pensando que, después de todo, la cosmología de Hawking es muy especulativa, y sigue sin haber recibido ningún tipo de soporte empírico. Sin embargo, lo razonable, en este segundo caso, hubiera sido extraer la misma moraleja que en el primero, a saber: la deficiente formación filosófica del declarante. Y esto por un motivo muy sencillo: Porque basta analizar los rasgos generales del escenario cosmológico que nos propone Hawking para caer en la cuenta de que, de entre todas las hipótesis acerca del universo que se manejan en la física actual, es precisamente ésta la que presenta mayores analogías con el cosmos aristotélico que sirvió de base a la teología natural durante siglos. Evidentemente, no se trata de escenarios idénticos. (Pues, por ejemplo, el universo de Hawking carece de la dimensión finalista que hallamos en el marco aristotélico). Pero, aún así, las coincidencias resultan más que llamativas: Para empezar, en ambos casos nos hallamos ante un universo que posee todos los rasgos de un objeto físico: Un universo que es algo determinado, y no la inmensidad informe e inconcebible del cosmos materialista. Un universo pesado y medido, y dotado de una cuidadosa estructura, a la manera del instrumento musical que San Gregorio Nacianceno proponía como metáfora de la creación. Y luego, se trata de un cosmos plenamente racional. Un aspecto, en el que el modelo de Hawking, con su eliminación de la singularidad inicial, le saca incluso ventaja ?desde un punto de vista teológico? al modelo ordinario de la Gran Explosión, y muestra mejor que él la firma del Logos como fundamento de la realidad. Las esferas celestes que imprimen y determinan el movimiento del cosmos aristotélico han desaparecido. Pero, a cambio, el mundo de Hawking cuenta con el conjunto de historias en el tiempo imaginario, que ejercen un papel de determinantes completamente análogo. Y así podríamos seguir. Pero no es necesario detenernos ahora en los detalles de este análisis de la cosmología hawkingniana: El lector interesado en ellos ?y, más generalmente, en los aspectos de dicha cosmología relacionados con la teología natural? los encontrará en mi ensayo «Lo divino y lo humano en el universo de Stephen Hawking», que saldrá a la venta a mediados del próximo mes de octubre, editado por Ediciones Cristiandad con ocasión del XX aniversario de la publicación de «Historia del tiempo». Ahora bien, si el escenario cosmológico que nos propone este autor se asemeja de tal modo a la imagen del universo que mejores servicios ha prestado a la teología, ¿de dónde procede la convicción común de que se da un conflicto entre ambos planteamientos? ¿Acaso todo se debe a un malentendido, por parte del público? Sí y no. Desde luego, los lectores de «Historia del tiempo» no se han inventado el conflicto entre la teología natural y la cosmología de Hawking, sino que se han encontrado con muchos pasajes de la obra, que incitan a pensar en esa dirección. Además del prólogo de Carl Sagan, que también va por ahí. Y además de las declaraciones públicas de Hawking, como las que acaba de regalarnos con ocasión de su visita a Santiago de Compostela. El error ?a mi modo de ver, y si es que hay que llamarlo así? ha consistido en no percibir que las conclusiones filosóficas que Hawking y Sagan pretendían derivar de esa cosmología, no se siguen de ella, sino que son un añadido ideológico, motivado por el pensamiento materialista de estos autores. Y lo cierto es que, en los últimos tiempos, estamos asistiendo una y otra vez al mismo fenómeno, posiblemente debido a la difusión del materialismo ateo en los ambientes universitarios de nuestro cada vez más viejo continente. Da igual que se trate de cosmología o de neurología; de ingeniería genética o de física de partículas. Los nuevos avances se nos presentan siempre envueltos en una lectura sesgada, fuertemente interpretados desde una perspectiva materialista. El caso del universo de Hawking ?donde el choque entre sus características reales y su interpretación estándar es tan nítido? posee, en este sentido, la virtud de la ejemplaridad. De ahí que merezca la pena demorarse a analizar la hipótesis cosmológica de Hawking, comparando los indicios de la existencia de Dios que se pueden obtener sobre la base de dicha hipótesis con lo que el propio Hawking deduce de ella. Es un ejercicio muy ilustrativo, y que entraña una lección que los creyentes no deberíamos olvidar. A saber: que no es la ciencia la que se enfrenta a la fe en Dios. No. El problema no es la ciencia. El problema es que los materialistas intentan vendernos como ciencia lo que no es sino su pobre lectura de la misma. Una lectura que oscurece y vela el hecho de la creación, y despoja a la naturaleza de las huellas de sentido que ciertamente contiene. La despoja a ella, y nos despoja a nosotros. Francisco José Soler Gil
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