Laicidad positiva y… ¡coherente!
¿Qué cabe pensar del hecho de que quienes acusan a la Iglesia de inmiscuirse en el orden temporal, violen luego sin escrúpulos todo principio de separación de poderes, politicen los órganos judiciales, controlen los consejos de entidades financieras, promocionen a funcionarios y militares según afinidades políticas.....
El reciente viaje apostólico de Benedicto XVI, nos ha ofrecido reflexiones importantes, especialmente valiosas para la clarificación de los conceptos morales que hoy están en juego en el debate social de España. En el presente artículo me centraré en ese concepto de “laicidad positiva”, en el que han coincidido Benedicto XVI y el presidente de Francia, Nicolás Sarkozy. El término no es nuevo. En octubre de 2005 ya había sido formulado en una carta escrita por el Papa al presidente del Senado italiano. Pero, sin embargo, es comprensible que la noticia haya vuelto a saltar como novedosa a los teletipos, al presentarse en el marco del encuentro entre el Papa y el presidente del estado europeo que más bandera ha hecho de su laicidad. Las palabras de Benedicto XVI dirigidas a Sarkozy eran significativas: "La desconfianza del pasado se ha transformado paulatinamente en un diálogo sereno y positivo, que se consolida cada vez más". El discurso de Sarkozy tampoco defraudaba: "La Iglesia no deja de proclamar y defender la dignidad humana (…) Soy consciente de la importancia de las religiones para responder a la necesidad de esperanza de los hombres y no las desprecio. La búsqueda de espiritualidad no es un peligro para la democracia, ni para la laicidad". La laicidad “positiva” se contrapone –como es obvio- a la “negativa”, a la que de ordinario hemos designado como “laicismo”. Los católicos entendemos perfectamente el valor de la “sana laicidad”, ya que, además de defender el derecho a la libertad religiosa, proclamamos el principio de la autonomía del orden temporal (Cfr. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 36); y no en vano, somos seguidores de quien pronunció aquella sentencia lapidaria: “Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César” (Mt 22, 21). La laicidad negativa, o laicismo, se caracteriza por pretender arrinconar la religión al ámbito privado, sin consentir que sea inspiradora de la vida pública. Un laicista nunca aceptaría la reflexión que Benedicto XVI realizó ante el presidente francés: “Debemos adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad". Ahora bien, no son éstos los únicos criterios para distinguir entre la laicidad positiva y la negativa. Existen también otros elementos de discernimiento esclarecedores de la frontera entre “laicidad positiva” y “laicismo”, y pienso que el caso español, por desgracia, resulta muy elocuente. En efecto, por la misma lógica que los estados laicos reivindican la autonomía del orden civil y del religioso, también se les ha de exigir a éstos que apliquen el mismo principio, a la separación de poderes y al respeto del principio de subsidiariedad. ¿Qué cabe pensar del hecho de que quienes acusan a la Iglesia de inmiscuirse en el orden temporal, violen luego sin escrúpulos todo principio de separación de poderes, politicen los órganos judiciales, controlen los consejos de entidades financieras, promocionen a funcionarios y militares según afinidades políticas, intervengan políticamente en las mismas universidades y hasta en las instituciones deportivas…? No cabe duda de que un elemento para juzgar la rectitud de intención en la reivindicación de la laicidad por parte de los estados, será el respeto a la separación de poderes, así como el reconocimiento del principio de subsidiariedad, renunciando a la tentación de politizar toda iniciativa social. La historia nos enseña mucho sobre las relaciones Iglesia-Estado. Cuando los estados han conseguido controlar a la Iglesia, interviniendo incluso en el nombramiento de los obispos (como es el caso actual de la Iglesia Católica Patriótica de China), entonces, curiosamente, cesan en su reivindicación del principio de laicidad y la separación del orden religioso y temporal. Pero, por el contrario, si los estados no consiguen someter la Iglesia al sistema político, entonces, la ambición del poder absoluto se transforma en reivindicación laicista. En el momento presente, es llamativo que el Estado francés –constitucionalmente laico- evolucione hacia una mayor estima y tutela del hecho religioso; mientras que el Estado español, cuya Constitución se proclama “aconfesional” (¡ni tan siquiera laica!), camine por los derroteros de un laicismo negativo, de claro corte anticlerical. Baste mentar las continuas dificultades que la asignatura de Religión está padeciendo en la escuela pública, la imposición de la Educación para la Ciudadanía contra la voluntad de los padres, los proyectos de ley violadores de la ley natural (suicidio asistido y aborto libre), etc, etc. Una buena prueba de que la laicidad positiva no está reñida con el profundo sentido religioso de la existencia, la tenemos en las palabras finales del discurso de Benedicto XVI ante las autoridades francesas, pronunciado en el Palacio del Elíseo: “Cuenten con mi plegaria ferviente por su hermosa Nación, para que Dios le conceda paz y prosperidad, libertad y unidad, igualdad y fraternidad”. Monseñor José Ignacio Munilla, obispo de Palencia.
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