Domingo, 24 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Y los difuntos a la basura


Persona que sabe de lo que habla, me cuenta que el fondo del embalse de Santilla, situado a los pies del histórico castillo del mismo nombre, en Manzanares el Real, al norte de la provincia de Madrid, está lleno de urnas funerarias, tiradas allí por los familiares que no saben qué hacer con ellas.

por Vicente Alejandro Guillamón

El grado de deshumanización de ciertos sectores de la sociedad española alcanza tales niveles, que ni los muertos se libran de ser tratados como deshechos a los que no se debe respeto alguno. Hecho después de todo “lógico”, en un clima social desnaturalizado donde hay madres que matan, sin ningún remordimiento, a los hijos que llevan en sus entrañas, y los hijos dispondrán en breve del derecho a matar a los padres viejos y enfermos que no son más que un estorbo y un fastidio. De paso podrán heredar lo mucho o poco que tengan. Lo peor de todo ello es que tales aberraciones, tal estado de criminalidad se fomente desde el poder con cínicos argumentos de piedad y derechos de los homicidas. Como es sabido, cada vez es mayor el número de familiares que optan por la incineración de sus difuntos. Lo hacen, en general, para ahorrarse gastos en funeraria y enterramiento. Es decir, suprimir todo aquello no redunde en una satisfacción personal directa y a ser posible inmediata. Puro hedonismo. “Después de todo, ya no se puede hacer nada por el finado”. O sea que, “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Bueno, pues ahora, ni siquiera al hoyo. Y esta es la cuestión que me induce a comentar un asunto tan triste y delator: ¿qué hace la mayoría de la gente con las cenizas de sus deudos? Algunos todavía tienen un nicho o panteón familiar, grande o pequeño, en el pueblo de su ascendencia, donde pueden dar respetuoso enterramiento al difunto y conservar viva su memoria mientras haya descendientes que puedan y quieran rezar por su eterno descanso. Pero, ¿y aquellos que han perdido incluso sus raíces y nada guardan de ellos mismos en ningún lugar? Esos urbanitas ya sin raigambre, difuminados y oscurecidos en medio de la gran urbe. ¿Qué hacen con las cenizas del abuelo, o del marido o esposa, o acaso del hijo o hija muertos en un accidente de circulación? ¿Poner la urna como un centro decorativo en la mesa del pequeño salón-comedor? ¿O tal vez la dejan en un rincón del armario ropero? No es ningún sarcasmo lo que digo sino la más cruda realidad que se plantea a quienes deciden incinerar a sus seres “queridos”. Ante esta situación, se dan toda clase de salidas, pero casi ninguna digna del respeto y consideración que debemos a los muertos. Unos optan por sepultar los restos en el monte al pie de cualquier pino que después raramente vuelven a recordar. Otros los echan al río, para que la corriente se los lleve. Unos terceros los esparcen por cualquier sitio, con frecuencia en el mar. Y también los hay que avientan las cenizas al aire para que el viento se las lleve en cualquier dirección. Y menos mal si no se monta a cuenta del fallecido una bufonada grotesca, con tangos y saraos incluidos, como se hizo con el actor Fernando Fernán Gómez, o no acaban las cenizas desapareciendo por la taza del retrete, como uno residuo más. Después de todo, nadie lo va a saber. Persona que sabe de lo que habla, me cuenta que el fondo del embalse de Santilla, situado a los pies del histórico castillo del mismo nombre, en Manzanares el Real, al norte de la provincia de Madrid, está lleno de urnas funerarias, tiradas allí por los familiares que no saben qué hacer con ellas. Pero sucede, que muchos de estos restos son altamente contaminantes, puesto que durante la enfermedad terminal de los fallecidos, muchos de ellos fueron medicados con fármacos muy nocivos para la salud de los demás, o sometidos a terapias de alto poder radiactivo que seguramente perdura más allá del período de tratamiento y que requeriría un enterramiento adecuado para evitar efectos dañinos. Es lo que debería hacerse, si no por humanidad, que esta sociedad corrompida desde el poder ha perdido todo sentimiento humanitario, al menos por motivos de salubridad pública, o por cuidar el medio ambiente, que tanto dicen que los preocupa a los verdirojos. Pero ese control estrictamente sanitario supondría retomar un cierto culto a los muertos, un reconocer algún resquicio de trascendencia, que es lo último que desean los manipuladores de la cultura dominante. Vicente Alejandro Guillamón
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