La masonada del circo olímpico
De acuerdo, pues, con el “espíritu olímpico”, en las olimpiadas, como en las logias, no puede hablarse siquiera de política ni de religión. De modo que se concede la celebración de los juegos a una dictadura comunista, y eso no constituye ninguna tropelía de lesa humanidad.
Gracias a Dios terminó la matraca de los “XXIX Juegos Olímpicos de la Era Moderna”. El hecho de celebrarse en Pekín ha desatado un aluvión de críticas, manifestaciones en contra y ataques verbales al país anfitrión, una dictadura comunista donde no existe el menor asomo de libertad política, ni de expresión ni apenas religiosa, aparte de invadir y ocupar territorios vecinos como el Tíbet. Bien sabemos los católicos “algo” de lo que pasa en China, cuyos hermanos de allí son perseguidos, encarcelados y acaso matados, simplemente por ser seguidores de Cristo. Iglesia católica china, semillero de mártires desde que Mao asaltó el poder, apenas es tolerada en un régimen de semi clandestinidad. Sin embargo, a mí muchas de las críticas que he leído y oído estos días me suenan un tanto a lanzada a moro muerto. Las protestas y manifestaciones anti-chinas tendrían que haberse expresado hace ocho años, cuando el Comité Olímpico Internacional otorgó la celebración de los juegos a Pekín. Pero entonces nadie reparó que el Celeste Imperio, ahora rojo subido de ideología y de sangre, era un Estado policiaco férreo, y menos que nadie esa panda de fariseos del COI, que siguen al pie de la letra el “espíritu olímpico” que impuso su fundador, el barón de Coubertin, masón y restaurador del culto pagano a los dioses del Olimpo, en cuyo honor se celebraban los juegos de la antigüedad. De acuerdo, pues, con el “espíritu olímpico”, en las olimpiadas, como en las logias, no puede hablarse siquiera de política ni de religión. De modo que se concede la celebración de los juegos a una dictadura comunista, y eso no constituye ninguna tropelía de lesa humanidad. Al contrario, imagino que piensan los muy hipócritas miembros del COI, ello contribuye a la paz y fraternidad universales, supuesta aspiración de los masones. Sólo que desde la existencia de tanta paz y fraternidad mundiales, gracias a las olimpiadas, resucitadas en 1896 a mayor gloria de Zeus y sus acólitos, en este mundo de nuestros pecados se han dado las mayores y más crueles guerras de la historia del hombre, sin contar los innumerables conflictos más limitados y guerras civiles, que han hecho del siglo XX acaso el más sangriento de cuantos se tienen memoria histórica. Dirán, los vividores del circo, que ha ocurrido todo ello porque no se ha observado el “espíritu olímpico”; pero, cómo ha de observarse esa farsa si se otorgan olimpiadas a capitales de regímenes tiránicos como Berlín en 1936, Moscú en 1980, incluso México en 1968, víctima, entonces, de una falsa democracia de mangantes masones donde siempre ganaban los mismos. A través de los juegos olímpicos vemos en vivo y directo la exaltación del esfuerzo y la habilidad corporales, pero ni la menor sugerencia o estímulo al esfuerzo espiritual o intelectual de las gentes. Puro culto al cuerpo, a la superación física de acuerdo con el lema del olimpismo: citius, altius, fortius, más rápido, más alto, más fuerte, sin importar mucho los medios que se emplean para superar plusmarcas. A los hipócritas dirigentes del COI, se les llena la boca exigiendo que los atletas no hagan trampa “dopándose”, y entonces, para escarmiento general y aviso de mareantes, atrapan a una infeliz ciclista española de segundo nivel y la crucifican ante el mundo entero en el monte Calvario de la pureza deportiva, pero a nadie más de alguna importancia, ni muchísimo menos a las grandes estrellas del espectáculo, batidores de todas las marcas que se les pongan por delante, como si no se les notara en la cara que toman algo más que un cafelito cargado antes de saltar a la pista o tirarse a la piscina. ¿Es que nos hemos olvidado ya de aquella velocista de color norteamericana que ganaba de calle todas las carreras en la que participaba? Luego confesó que se ponía de “doping” hasta el moño. Recordemos también a las atletas medio machos de la República Democrática alemana, que se atiborraban de hormonas masculinas para rendir como sus homólogos masculinos, aunque al final terminaran siendo fisiológicamente más hombres que mujeres. O las pobrecitas gimnastas búlgaras, todavía unas niñas, sometidas a durísimos entrenamientos en régimen de cautividad. ¿Qué decía de todo ello el COI? Ni mu. ¡Fariseos, que cuelan un mosquito y se tragan un elefante! No quisiera terminar sin dejar constancia, pese a todo, de mi admiración por la fantástica puesta en escena, especialmente en las ceremonias –porque ceremonias son, aunque paganas y laicistas- de inauguración y cierre de estos últimos juegos, donde China ha aprovechado la oportunidad para hacer propaganda de su enorme capacidad técnica y organizativa, como diciendo, “¡ahí queda eso!” Un advertencia al resto del mundo, en particular a Occidente. Y por si quedaba alguna duda, ahí está la invasión rusa de partes de Georgia, a cuyo desafuero ha prestado China rápidamente su apoyo. De todas maneras, la mayoría de países o ciudades que son agraciadas por la arbitrariedad del COI con la organización de unos juegos olímpicos, no pierden la oportunidad de exhibir sus maravillas nacionales o locales, y, en casos, sus excelencias políticas. ¿Acaso Barcelona no aprovechó la ocasión en 1992 para dejar constancia que Cataluña tiene capacidad más que sobrada para ser una “nación”? Paro nada de eso es política. Sólo lo es si la representación española solicita que su bandera ondee a media hasta en señal de duelo por la catástrofe aérea del 20 de agosto en Barajas, no sea cosa que se trate de un atentado terrorista, y en ese caso ya estaríamos, no en un acto criminal de grandes proporciones, sino en un conflicto político. Fariseos, sepulcros blanqueados, si no son además corruptos, que se inclinan por aquellas candidaturas que más réditos puedan proporcionarles, incluso individualmente. Y el personal embobado con la tómbola del medallero. Vicente Alejandro Guillamón
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