¿Qué vamos a hacer con tanto viejo?
Mejor dicho, con tanto mayor, no sea cosa que se encampanen los guardianes del lenguaje políticamente correcto, esos fabricantes de eufemismos que a la eutanasia llaman “muerte digna” –como si las demás, por simple caducidad vital, fuesen indignas– o al aborto homicida “interrupción voluntaria del embarazo”.
Pero, a lo que íbamos: ¿qué vamos a hacer con tanto viejo? Yo mismo me digo que a mis 88 años ya cumplidos tal vez no deba presumir de ser todavía joven. Así que me incluyo en esa losa enorme que está aplastando el fondo de pensiones. Porque al paso que vamos, con una tasa de natalidad de las más bajas del mundo, aunque haya repuntado algo respecto a los años 90, este país está condenado a convertirse en un gigantesco geriátrico, una nación de viejos, digo, de mayores, donde todos sus recursos económicos habrá que dedicarlos a sostener a quienes en su día pagaron las pensiones de aquellos que les precedieron.
Por mi parte tengo claro lo que voy a hacer, siempre que no me quiten lo que me pertenece. Empecé a trabajar a los 14 años. En régimen de asalariado, a los 16 hasta la jubilación, a los 64. Estudié siempre mientras trabajaba, pero concluí en todos los casos los estudios que emprendí. Me casé con una mujer maravillosa y tuvimos siete hijos. Estuve en la oposición a Franco cuando había que estar arriesgando la seguridad personal y la posibilidad de empleo, y no como ahora, que aparecen por todas partes valerosos antifranquistas de lanzada a moro muerto. ¡Miserables!
Desde que falleció mi Reina, va para nueve años, tras medio siglo y cinco meses menos ocho días de feliz matrimonio, vivo solo, con una pequeña ayuda externa durante cinco días a la semana. Los sábados siempre como con un hijo y su mujer. Los domingos lo hago alternativamente en casa de dos de mi hijas que viven cerca. Mientras pueda valerme por mí mismo no quiero lastrar y condicionar la vida de ninguno de ellos. Todos están pendientes de mi, por si los necesito, pero cada cual en su casa. Tienen derecho a vivir su vida según su leal saber y entender. Como hicimos su madre y yo a partir del momento en que nos casamos.
Tampoco deseo que nadie interfiera en mi rutina cotidiana. Hago a diario ejercicios de estiramiento que me mantienen en cierta forma física. Repaso varios digitales informativos, incluso de mi tierra castellonense, que me mantienen al corriente de las noticias del día. Por las tardes me rezo el rosario mientras pedaleo en la bicicleta estática, y a su hora voy pasito a paso –las piernas ya no me dan para más– a la misa de la parroquia. Por la noche, después de cenar, leo hasta bien tarde. Sigo escribiendo algo, como prueba este artículo. No veo apenas televisión, me aburre.
Una vez al mes tengo consulta en el centro de salud local con mi médico y mi enfermera. Dos mujeres encantadoras, siempre vigilantes de mi estado físico. Gracias a ellas me mantengo a buen tono, a pesar de los años. Cuando las piernas no me soporten más, me iré a una residencia de ancianos, perdón, de mayores, esos almacenes de precadáveres que mitigan la soledad de quienes no dejamos de ser un peso muerto familiar y social. Ya le tengo puesto el ojo a una que regentan religiosas, donde dicen misa a diario y tienen una capilla espaciosa a la que se puede acceder fácilmente en silla de ruedas. Echaré de menos a los amigos del pueblo y de la parroquia, en particular al pequeño grupo de señoras de Cáritas, a las que tengo especial afecto por la gran labor caritativa que hacen. También me dolerá perder el contacto mensual con la doctora Purificación Arroyo, mi médico, y con Aurora Sánchez, la enfermera. Puri es joven –seguro que le doblo la edad holgadamente–, muy guapa y estilosa, simpática y competente. Aurora es algo más veterana, tampoco mucho, y con gran dominio de su especialidad, además de ser también mujer de muy buen ver. Me alegran el día de consulta. Dicen que yo también a ellas. Tal vez sea cierto. Tienen una profesión de “clientes” quejumbrosos, dolientes y con frecuencia malhumorados. Al revés de lo que yo procuro ser. Alguien me dijo una vez que ser amable no paga impuestos… todavía.
Estos son mis planes de viejo, digo de mayor, que están en riesgo de esfumarse como los de todos los pensionistas, por la mala gestión económica y demográfica de gobiernos pasados y presentes. Así que no sé lo que al final harán con nuestras pensiones, después de haber cotizado sin trampa alguna toda una vida laboral.
Otros artículos del autor
- Valencia celebra a su patrón San Vicente Ferrer: predicador infatigable y «desfacedor de entuertos»
- Apostolado de los pequeños gestos
- Tontos útiles y cambio climático
- La fe en el cambio climático
- Nosotros, los niños de la guerra
- Así terminaréis todos
- Sigo aquí, todavía
- De periodista a obispo
- Nos han robado el alma
- Migraciones masivas nada inocentes