Seudosectas
Ollero le aguardan unos meses de acoso mediático que lo dejarán convertido en un ecce homo
Hace unas semanas escuchábamos a Tomás Gómez decir que «habría que elevar a rango de ley que personas que pertenezcan a seudosectas como el Opus Dei no puedan ocupar responsabilidades públicas». A Tomás Gómez, que es bocón y cachas de gimnasio, le hemos escuchado muchas machadas rocambolescas y hasta soltar un mitin desde un coche de la policía; y, como es un «echao p alante», tendemos a pensar que todo lo que sale de su boca son exabruptos o paridas irreflexivas, brotadas como un magma originario de una sesera en estado de licuefacción. Pero no.
Cuando Tomás Gómez reclamaba una ley que impidiera a personas del Opus Dei ocupar responsabilidades públicas estaba cumpliendo lealmente ese papel de liebre o avanzadilla que sus compañeros de progreso le han adjudicado. Apenas unas semanas más tarde, de modo mucho más articulado y contundente, a Andrés Ollero, magistrado del Tribunal Constitucional y miembro del Opus Dei, le organizan una ordalía, reclamando que rechace ser ponente en la resolución contra la ley del aborto vigente, y que incluso se inhiba en el debate previo a la sentencia. Y todo ello porque, a juicio de las gentes de progreso, Ollero sostiene «posiciones ideológicas extremas».
Como los lectores de ABC llevan muchos años leyendo las terceras de Andrés Ollero sabrán que es hombre bonancible y cordial, de moderación exquisita, siempre ponderado en sus opiniones, laborioso y con un intachable currículum académico. Pero, ¡ay!, Ollero es iusnaturalista; y, como tal, considera que el aborto es un crimen; lo que, para las gentes de progreso, es una posición ideológica extrema. Pero las gentes de progreso obran con cierta lógica; es la lógica del mal, pero lógica a fin de cuentas y, además, la única lógica imperante en un mundo que ha dejado de ser razonable.
No debemos olvidar que el Tribunal Constitucional al que Andrés Ollero pertenece ya estableció, en su sentencia 116/1999, de 17 de junio de 1999, que «los no nacidos no pueden considerarse en nuestro ordenamiento constitucional como titulares del derecho fundamental a la vida que garantiza el artículo 15 de la Constitución». Y, puesto que nuestra democracia no es una forma de gobierno, sino una religión de Estado, cuya Biblia es la Constitución y cuyo pontífice máximo es el Tribunal Constitucional, nuestras gentes de progreso se rasgan lógicamente las vestiduras, viendo que un reconocido miembro del Opus Dei se dispone a preparar una ponencia en la que se atreverá a discutir dogmas de fe consolidados por la doctrina del tribunal al que pertenece. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
A Ollero le aguardan unos meses de acoso mediático que lo dejarán convertido en un ecce homo; como es persona templada y bondadosa, sabrá echárselos sobre las espaldas, y ni siquiera guardará rencor contra los orquestadores. Pero este episodio de naturaleza martirial nos confronta, una vez más, con una realidad que muchos católicos pretenden obviar: a saber, que la religión que profesan choca frontalmente con la religión del Estado, tal como ha sido fijada por la doctrina constitucional; y que, tarde o temprano, la religión del Estado tendrá que impedirles ocupar responsabilidades públicas, para que sus «posiciones ideológicas extremas», propias de una seudosecta integrista, no colisionen con el normal desenvolvimiento de las instituciones y el imperio de la ley inicua. Salvo, naturalmente, que abdiquen de tales posiciones, que es lo que la mayoría de los presuntos políticos católicos españoles ya han hecho.
www.juanmanueldeprada.com
Cuando Tomás Gómez reclamaba una ley que impidiera a personas del Opus Dei ocupar responsabilidades públicas estaba cumpliendo lealmente ese papel de liebre o avanzadilla que sus compañeros de progreso le han adjudicado. Apenas unas semanas más tarde, de modo mucho más articulado y contundente, a Andrés Ollero, magistrado del Tribunal Constitucional y miembro del Opus Dei, le organizan una ordalía, reclamando que rechace ser ponente en la resolución contra la ley del aborto vigente, y que incluso se inhiba en el debate previo a la sentencia. Y todo ello porque, a juicio de las gentes de progreso, Ollero sostiene «posiciones ideológicas extremas».
Como los lectores de ABC llevan muchos años leyendo las terceras de Andrés Ollero sabrán que es hombre bonancible y cordial, de moderación exquisita, siempre ponderado en sus opiniones, laborioso y con un intachable currículum académico. Pero, ¡ay!, Ollero es iusnaturalista; y, como tal, considera que el aborto es un crimen; lo que, para las gentes de progreso, es una posición ideológica extrema. Pero las gentes de progreso obran con cierta lógica; es la lógica del mal, pero lógica a fin de cuentas y, además, la única lógica imperante en un mundo que ha dejado de ser razonable.
No debemos olvidar que el Tribunal Constitucional al que Andrés Ollero pertenece ya estableció, en su sentencia 116/1999, de 17 de junio de 1999, que «los no nacidos no pueden considerarse en nuestro ordenamiento constitucional como titulares del derecho fundamental a la vida que garantiza el artículo 15 de la Constitución». Y, puesto que nuestra democracia no es una forma de gobierno, sino una religión de Estado, cuya Biblia es la Constitución y cuyo pontífice máximo es el Tribunal Constitucional, nuestras gentes de progreso se rasgan lógicamente las vestiduras, viendo que un reconocido miembro del Opus Dei se dispone a preparar una ponencia en la que se atreverá a discutir dogmas de fe consolidados por la doctrina del tribunal al que pertenece. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
A Ollero le aguardan unos meses de acoso mediático que lo dejarán convertido en un ecce homo; como es persona templada y bondadosa, sabrá echárselos sobre las espaldas, y ni siquiera guardará rencor contra los orquestadores. Pero este episodio de naturaleza martirial nos confronta, una vez más, con una realidad que muchos católicos pretenden obviar: a saber, que la religión que profesan choca frontalmente con la religión del Estado, tal como ha sido fijada por la doctrina constitucional; y que, tarde o temprano, la religión del Estado tendrá que impedirles ocupar responsabilidades públicas, para que sus «posiciones ideológicas extremas», propias de una seudosecta integrista, no colisionen con el normal desenvolvimiento de las instituciones y el imperio de la ley inicua. Salvo, naturalmente, que abdiquen de tales posiciones, que es lo que la mayoría de los presuntos políticos católicos españoles ya han hecho.
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