¡Qué nostalgia!
Con una insondable, inconmensurable añoranza, que me desborda el alma, escribo a la misma hora exacta en la que hace quince años San Juan Pablo II retornó a la Casa del Padre, aquel 2 de abril de 2005. Muy pocas veces en la historia del mundo tantos seres humanos han sentido juntos, llorando conmovidos en silencio, tanta orfandad espiritual.
Cuando se cumplían los primeros quince años de su pontificado, tuve la inmensa satisfacción profesional de coordinar los tres tomos de una obra coral: Del temor a la esperanza, título que quería resumir, en cinco palabras, la gigantesca tarea evangelizadora de aquel Papa Magno.
Imagen: Todocoleccion.net
Las firmas más prestigiosas de la Iglesia universal, de la cultura, de la política, glosaban en aquellas páginas, maravillosamente ilustradas, el prodigioso quehacer de Karol Wojtyla, en aquellos quince años al frente de una Iglesia que, efectivamente, con él y gracias a él, había pasado del temor a la esperanza. Aún protagonizó casi otros quince años en los que, más prodigiosamente todavía, supo testimoniar, desde el testimonio del sufrimiento martirial, lo que hasta entonces había testimoniado con la palabra, con la oración y con la acción.
Hoy, quince años después de su retorno a la Casa del Padre -“Dejadme volver a la casa del Padre”, ¿recuerdan?-, es tanto lo que la Iglesia y el mundo le deben, que no sabe uno ni qué evocar: ¿su perdón incondicional a quien quiso asesinarle en la Plaza de san Pedro? ¿Su beso, de rodillas, a las tierras del más del centenar de países de los cinco continentes recorridos en los viajes pastorales que hizo, equivalentes a 29 vueltas al mundo? ¿El magisterio insuperable de sus encíclicas? ¿Su sonrisa y la alegría de su buen humor? ¿Su voz potente, prestada a Dios, para gritar, en la madrileña Plaza de Lima, contra el “abominable crimen del aborto”?
La energía de la condena del aborto por Juan Pablo II aquel 2 de noviembre de 1982 queda en evidencia en los minutos 1:23-1:59.
¿Su inagotable e irrepetible sintonía con los jóvenes, sus caricias a los enfermos, a los niños, a los ancianos? ¿Su condena del pecado desde su amor sin medida al pecador? ¿Su rabia contenida cuando, ya al final, no podía ni casi respirar, ni hablar desde la ventana de su apartamento? ¿Su grito a la Mafia: “¡Un día os llegará el juicio de Dios…”!? ¿Su felicidad esquiando, su plenitud en las cumbres nevadas, su paseo por los lagos de Covadonga o su abrazo al Pilar?
Sor Tobiana Tobotska, la superiora de las religiosas de la casa pontificia, que le cuidaba, le vio tan mal que no pudo menos de decirle: “Santo Padre, estoy muy preocupada por la salud de Su Santidad”; a lo que todavía fue capaz de responder: “Yo también, Hermana, yo también estoy muy preocupado por la salud de mi santidad…”
Recibía en audiencia a un obispo, ya fallecido también, que viéndole en las últimas le susurró: “Santo Padre, es la última vez que le pido su bendición”, a lo que, rápidamente, replicó: “¿Qué le pasa, monseñor, está enfermo”? En uno de los Sínodos que siempre presidía, el obispo alemán apellidado Marx, hoy cardenal que acaba de dejar la presidencia de la conferencia episcopal alemana, hablaba más de lo asignado a cada padre sinodal; le cortaron el micrófono y el Papa Juan Pablo ironizó, divertido: “El Sínodo ha logrado silenciar a Marx…”.
Se tronchaba de risa con los payasos, le encantaban, en Sevilla, las “sevillanas del adiós: Cuando un amigo se va…”. Le encandilaba cantar “Tú has venido a la orilla… Señor, me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre”. Estos días, circula por las redes su grito a los jóvenes chilenos: “El amor vence siempre, Dios siempre es mas fuerte”.
¿Recuerdan la fantástica homilía del entonces cardenal Ratzinger y enseguida su sucesor, en la Misa de exequias, ante dos millones de fieles (colas de ocho kilómetros para despedir al Papa Grande) aquella tarde helada, en la que un viento recio llenó toda la casa de la Plaza de San Pedro y hacía pasar las páginas del Evangeliario sobre el féretro del Papa? “In Paradisum deducant te angeli” (“Que los ángeles te lleven al Paraíso”) cantaba la Sextina, mientras doblaban las campanas de la Basílica y, en el tramonto romano, el triple ataúd adornado nada más que con su lema mariano Totus tuus, entraba para siempre en la Basílica, mientras lloraba lágrimas sinceras mucho más de medio mundo?
En aquella homilía, tan cortada por los aplausos de la multitud, el entonces cardenal decano Joseph Ratzinger terminaba diciendo: “Sin duda él, asomado a la ventana de la Casa del Padre, nos ve y nos bendice”. Quince años después de su regreso a aquella Casa, sin duda San Juan Pablo II, gigante del espíritu, nos sigue viendo en este momento en el que de la esperanza, el mundo ha pasado al temor; desde allí está viendo nuestro sufrir, él, experto sublime en sufrimiento (“No hay que bajarse de la Cruz”) y desde su imperecedero magisterio, nos dice lo esencial de su Palabra y de su Vida, de su herencia desde el primer momento: “No tengáis miedo. Abrid, de par en par, todas vuestras puertas a Cristo. Sobre todo, las puertas de vuestro corazón. No tengáis miedo…”
¡Qué nostalgia…!
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